EL CAIRO 2001
"Cuatro mil años nos contemplan"
Napoleón Bonaparte
Le había prometido a mi amiga Constanza un relato sobre mi estancia en la capital de Egipto dentro de un largo viaje que incluía dos cruceros, uno por el Nilo y otro por el Lago Nasser con visitas a ciudades y templos.
El Cairo, con más de veinte millones de habitantes, es la ciudad más poblada de África, y por estar plagada de mezquitas lleva el sobrenombre de "La ciudad de los Mil Minaretes".
Llegamos en avión procedentes de Luxor y nos dirigimos al Hotel Le Meridien Piramids de 5 🌟, a 1 km. de las pirámides pero a 13 Km. de la céntrica Plaza Tahrir o Plaza de la Liberación, donde tienen lugar todas las protestas ciudadanas.
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Vista de las pirámides desde el Hotel |
Dejamos las maletas en la puerta y nos fuimos a comer a un restaurante cercano llamado "Cristos" en cuya entrada una mujer cocía panecillos ácimos en un pequeño horno moruno. Comimos, entre otras cosas, pescados del Mar Rojo y el típico "humus" de los garbanzos triturados en forma de una rica salsa.
Con todo el calor de las dos de la tarde visitamos las pirámides. Me parecía un sueño, sí, un sueño maravilloso que jamás pensé que podría realizar. Mira, Constanza, cómo levanta la cara con orgullo el camello. No es porque me lleve a mí, sino porque es "consciente" del lugar en que se encuentra. Puede que estuviera mirando a la Esfinge, palabra que viene del griego y que el árabe transformó con el significado de guardián (¿de las tumbas?). La gran estatua tiene cuerpo y busto de mujer con su "nemes" cubriéndole la cabeza, cuerpo de león y alas de ave. Mide 57 ms. de longitud y 20 de altura. Mira hacia el este, por donde sale el sol. Volvimos al hotel a deshacer las maletas con intención de cenar allí, pero no nos aclaramos con el inglés y salimos a buscar un restaurante por los alrededores. Encontramos un "Felfela" que es una buena cadena de restaurantes egipcios.
El día siguiente por la mañana lo dedicamos a una excursión por Sakkara y Menphis, y por la tarde un recorrido en el autobús por los diferentes barrios de El Cairo. Cenamos en el más famoso de los Felfelas, el I, y para rebajar la comida nos propusieron un paseo por el bazar Khan el Khalili, posiblemente el más grande mercado del mundo, mayor que el Gran Bazar de Estambul. Conforme caminamos por las angostas callejuelas repletas de gente percibimos el bullicio de los vendedores. En un momento dado mi marido, despistado como el de Constanza, se coge del brazo de una señora creyendo que era yo. Me dio tal ataque de risa que no podía sacarle de su error. Todos seguíamos a nuestro simpático guía, un joven llamado Abbas -que había estudiado español en nuestro país y que nos insistió en no confundir con nuestras "habas"- hasta el famoso café Fishawi (café de los helados), que se conoce más como Café de los Espejos. Es el centro de los intelectuales egipcios donde escribió alguna de sus obras el Premio Nobel de Literatura egipcio Nagib Mahfuz. Data este lugar de 1773 y presume de no haber cerrado desde entonces ni de día ni de noche. Llegamos más de cien personas para acoplarnos en un espacio limitadísimo, pues tiene la forma de un pasillo de unos dos metros de ancho, con unas sillas que "fueron" de rejilla. Cuando ya parecía que no cabía un alfiler los camareros nos levantaban y con unos centímetros por aquí y otros por allí metían una silla. En el espacio que ocupaban dos acabamos metiéndonos los nueve de Lorca, ¡ vamos, que ni el camarote de los Hermanos Marx! Además había que dejar sitio para las mesitas con bandejas de cobre para los tés. Los camareros se gritaban entre sí como si discutieran acaloradamente. Sin espacio material pasaban de un lado a otro con las bandejas cargadas de teteras, vasos, zumos y agua. Cualquiera pensaría que ya no cabía nada más. ¡Craso error! A continuación venían las "shishas", pipas de agua, y empezaba un ir y venir de esa especie de serpientes coloreadas que iban de boca en boca llenándolo todo de mil aromas afrutados de tabaco.
Yo me atreví con una de manzana. Los camareros acudían con unos cacillos agujereados, llenos de brasas humeantes, para estar continuamente reponiendo el calor de las pipas y que no se apagasen. El ambiente se iba caldeando porque el humo hacía irrespirable un espacio cuya temperatura no paraba de subir. Estábamos en agosto. Miraba a mi alrededor y yo dándole al abanico hasta el límite de mis fuerzas, veía a todos mis amigos sudando. Todo esto podría verlo en los grandes espejos que cuelgan de las paredes si no hubieran estado empañados. El olor, el humo, el calor y el ruido formaban una mezcla tan explosiva que hubo momentos que creí desfallecer. Me consolaba pensando que fuera la situación sería diferente y decidimos a base de mucho encono sacar nuestra mesita y las sillas a la calle. ¡Qué va! la anchura de la calle era de unos 3 m. y en ella se amontonaban los puestos de souvenirs mientras la gente deambulaba para acá y para allá. Observamos el paso de vendedores ambulantes de relojes, carteras y todo tipo de objetos. De pronto me sorprendió un vendedor de animales disecados que levantaba una zorra de ojos brillantes. Por mi lado pasaba una mujer que nos quería vender yoyós iluminados. Había vendedores de todas las edades pero a mí me conmovió una niña de 9 años que nos ofrecía un paquete de clínex por una libra. Le di la libra y le dejé el paquete de clínex. Mientras tanto el tabaco y el güisqui que llevaban escondido los excursionistas disimuladamente para añadírselo al té empezó a hacer su efecto desatando las lenguas con todo tipo de canciones más o menos obscenas, y hasta se lanzaron a bailar. Algunos no aguantaban más y se marcharon de compras por el mercadillo. ¡QUÉ ALIVIO!
El bazar del Khan el Khalili es un mercado milenario que nunca duerme. Consta de más de 900 puestos con la más variada gama de objetos, desde especias hasta escarabajos de la suerte. Eso sí, hay que saber regatear y moverse por ese laberinto de callejuelas. Volvimos al hotel en taxi.
A la mañana siguiente tocaba la visita al Museo de Antigüedades Egipcias. Tras las espera en una larga cola nos dimos de frente con la Piedra Rosetta, que toma su nombre de la ciudad egipcia donde se encontró en 1799 esta piedra de basalto negro, escrita en jeroglífico, demótico y griego, que permitió a Champolion el descifrado de los jeroglíficos tantos siglos considerados un misterio. El texto da noticia de un decreto de los sacerdotes de Menphis y corresponde al 196 a. de C. Pero era una réplica ya que para ver la auténtica tuve que hacer un viaje al Museo Británico de Londres unos años más tarde
Yo tenía mucho interés en contemplar las esculturas que había estudiado mejor en el instituto que en la carrera con aquella magnífica profesora que se llamaba Carmen Rey, pues sabía que no teníamos tiempo de verlo todo. Preguntando, preguntando -que las "profes" somos muy preguntonas- di con: El alcalde, que recibe ese nombre por llevar una vara en la mano; El escriba sentado, más pequeño que el del Louvre; el tesoro de Tutankamón, maravilloso, en especial la máscara, de la que me compré una pequeñita para mi colección; los retratos de la época romana pintados sobre los féretros, de un moderno realismo, encontrados en El Fayum; los canopes de alabastro donde se guardaban las entrañas de los momificados y la estatua de Akenatón, ese faraón con el síndrome de
Marfan, de ojos achinados y rostro delgado, cuyas anchas caderas le dan un aspecto afeminado (posible lipodistrofia muscular). De su esposa Nefertiti hay una bella cabeza, nada comparable con la extraordinariamente elegante que vi en Berlín.
Por la tarde volvimos al Khan el Khalili a comprar camisetas para los nietos. Llegamos hasta la mezquita de Al Hussein, en cuyo mausoleo están depositadas las reliquias del hijo menor del Profeta, mártir de los chiitas. No se podía entrar porque había culto, pero nos sentamos en el bar de enfrente. Costó dios y ayuda conseguir una cervezas, aunque al final nos las trajeron de un hotel cercano, eso sí a precio de oro.
No puedo olvidarme del tráfico tan caótico que había en esta urbe. Las pocas señales no se respetaban, por el contrario lo que primaba era el claxon. El primero que pitaba pasaba, lo que suponía un estruendo de pitidos muy considerable. A esto hay que añadir los lentos carros tirados por burros y los camellos. Milagrosamente no se producían accidentes.
El último día algunos lo aprovecharon para ver Alejandría, nuestros amigos de Lorca se quedaron descansando en la piscina y yo hubiera deseado ir al Mar Rojo pero nadie más se apuntó. Mi marido y yo nos fuimos solos a la Ciudadela de Saladino con un taxista del hotel que apenas entendía inglés. Bastó el lugar y la hora de recogida. Es una magnífica fortaleza elevada sobre la gran planicie de la ciudad que incluye la Mezquita de Alabastro mandada construir por Mohamed Alí. El color blanco de sus cúpulas de alabastro le dan el nombre. Se construyó en el siglo XIX al estilo de las mezquitas de Estambul. Para entrar me tuve que poner un gran manto blanco que me cubría todo el cuerpo y descalza. Ya sabéis aquello que decía Cervantes: "donde fueres haz lo que vieres". Lo mejor, las maravillosas vistas de la ciudad. En un edificio lateral está lo que fue residencia del último rey, Faruk, donde pudimos ver el reloj de pared regalado por Francia como recompensa por el obelisco que Egipto obsequió al país galo y que hoy luce en la Plaza de la Concordia de París.
La tarde la pasamos en la piscina del hotel contemplando las pirámides, después en la tienda de recuerdos para agotar las monedas. Compramos de todo, papiros pintados para cuadros, escarabajos de lapislázuli, señaladores de libros, una pulsera y no sé cuantas cosas más. Terminamos comiéndonos unos pasteles en el hall mientras se celebraba una boda musulmana, probablemente de clase alta, por la indumentaria de los invitados. A los novios les tiraban monedas en vez de arroz.
Recuerdo ese viaje como uno de los más interesantes que he podido hacer en mi vida. Conservo la chilaba que me compré para una fiesta árabe como una joya. Pero lo que me llamó enormemente la atención fueron las "modernas" sandalias doradas de Tutankamón con la tirilla entre los dedos, como las que llevo a la playa.
Este viaje, querida Constanza, da para muchos relatos, los templos, los cruceros, el paisaje, el Nilo, la gastronomía, que abordaré más adelante...