domingo, 25 de octubre de 2020

Desde mi balcón

 

                                                DESDE    MI    BALCÓN                     (Águilas, octubre  de  2020)

              Nunca hasta ahora había sentido la necesidad de describir las vistas de la Playa de Levante de Águilas desde el balcón de mi habitación, porque un verano tras otro he podido disfrutarlas. Pero sospecho que la belleza de este paisaje tiene fecha de caducidad. Un gran solar ubicado entre la orilla del mar y la urbanización acaba de ser vallado. Cada día entran pesadas máquinas que perforan el suelo para comprobar la dureza del terreno, antes de iniciar la edificación de un hotel de varios pisos que me impedirán ver el mar desde mi balcón. Por eso quiero poner por escrito lo que he venido contemplando durante los últimos veranos.

       Empezaré por el amanecer. Tengo que decir que duermo con la persiana levantada y que, en cuanto abro los ojos, descorro las cortinas para recrearme con ese momento tan prodigioso y breve, que es el paso de la noche al día, la paleta de colores que varían por momentos.

      Como estamos en octubre el sol sale cada vez más tarde y todavía se pueden distinguir las lucecitas que  rodean la curva de ballesta (tomándola de Antonio  Machado) que asemeja la bahía. Algunas rojas y verdes de los semáforos, otras blancas o amarillas de las farolas y, por encima de todas, la luz intermitente del faro con sus franjas blancas y negras. Otras lucecitas se mueven por el mar, son las de los barcos pesqueros que vuelven de faenar durante la noche en alta mar, rodeados de gaviotas, con rumbo al puerto. A esta hora tan temprana hay un silencio sepulcral porque no han aparecido aún los gorriones, las palomas, los cormoranes y gaviotas que pululan por mi barrio.

       Desde mi balcón se ve

                                 Águilas a un lado, al otro el mar

                                 y allá a mi frente el castillo de San Juan.        (Siempre  Espronceda)

        La oscuridad da paso a los tonos azulados, azul cobalto, azul turquesa, azul celeste.  Me hubiera gustado saber pintar para inmortalizar los momentos del alba con los rosados dedos de la aurora (recuerdo a Homero) que hacen cambiar el color del mar, del rosa al plateado para terminar en un azul claro como el cielo.

      Los primeros corredores hacen su aparición por el paseo, más tarde los que sacan a pasear a sus perros y finalmente los estudiantes del instituto de secundaria Alfonso Escámez, edificado junto a la Aguilica (gran roca en forma de ala de águila), bajo la altiva mirada de las palmeras que bordean el paseo marítimo. Con sus mochilas a la espalda, caminan despacio. Pero de pronto estalla el sol, que hace cambiar todos los colores, el monte del castillo pasa del marrón al ocre y las montañas, últimas estribaciones béticas, lejanas en el horizonte, pasan de azuladas a cárdenas. Ahora el mar hace de enorme espejo que refleja los árboles y las casas, mientras tres barcos de vela  duermen en la bahía. El más alto tiene una lucecita en la parte superior del mástil que, en las noches de viento, se balancea y hace de señal de aviso para navegantes. Uno tiene la quilla roja y los otros dos blanca, contribuyendo a la variedad cromática del conjunto.

      En décimas de segundos bandadas de gorriones invaden los cielos y se aproximan a mi balcón. No llego a entender el motivo. Vuelan a gran velocidad, arriba y abajo,  a derecha y a izquierda, como si buscaran algo. ¿Un lugar para sus nidos? Algunas veces, al llegar el verano, hemos tenido que romper pequeños nidos en los rincones de balcones y terrazas. Curiosamente esta eclosión de pajarillos dura un tiempo limitado. Desaparecen. Marcharán en busca de otros lugares. Pero a la mañana siguiente se repite el mismo fenómeno y a la misma hora. ¿El eterno retorno? Y seguirán los pájaros volando, alguien podrá verlos desde mi balcón, mis nietos, los suyos, unos inquilinos, nuevos propietarios…………cuando yo ya no esté.                            

jueves, 30 de julio de 2020

Aquella adolescencia

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                      Me cuenta mi amiga Enma que, durante el confinamiento, quiere deconstruir su adolescencia. Vista desde los muchos años que han pasado, la idea que tiene de su comportamiento en esa época es el de una chica buena (de hecho llegó a ser presidenta de Acción Católica en su parroquia ) estudiante ejemplar y mejor hija.
Deconstrucción no es sinónimo de destrucción. Lo que hace al actuar es emancipar a la realidad de su sentido único. 
       Emma pasó su adolescencia en el Instituto de Enseñanza Media, que era como entonces se llamaba lo que hoy en día es la enseñanza Secundaria.
     Era buena porque en los años cincuenta no se podía ser mala. Salvo para lo estrictamente necesario, en casa de sus padres, no había dinero. El bachillerato empezaba a los diez años con un curso preparatorio a los nueve y terminaba con un examen en el que lo fundamental era conocer las cuatro reglas aritméticas y hacer un dictado sin faltas de ortografía.
    En cuanto al ocio, las salidas estaban limitadas a ir a la misa del domingo por la mañana y al cine de por la tarde. Como extra algún paseo los días de fiesta por el parque.
    Lo de estudiante ejemplar es muy relativo. Comparándose con sus hermanos sí que sacaba buenas notas, pero no era por amor al estudio o deseos de saber sino por no tener otra cosa que hacer. Tampoco era muy lectora. A decir verdad, en su casa no había  más libros de lectura que dos tomos de una enciclopedia Espasa que utilizaba como diccionario. ¿Quizá estudiaba por orgullo? ¿Por presumir de listilla? No, lo hacía porque sabía que a su padre le alegraban las buenas notas y ella lo quería mucho.
   Lo de mejor hija también habría que deconstruirlo pues era la época en la que empezaban a aparecer los pretendientes y tenía que inventarse algunas mentiras para salir: que si iba a casa de una amiga, que si quería oír misa, que si tenía que copiar apuntes...
   En primer curso, con diez años, ya había un niño del curso superior que le quitaba los lazos de las trenzas. ¡ Qué declaración amorosa más inocente ¡ Ante las preguntas de su madre respecto a ese tema siempre decía que los había perdido. Con los años, aquel chico se casó con una compañera de la clase de Emma. En segundo, con once años, había un chico del curso superior que -supone Emma por timidez- solía mandar a sus amigos a decirle a Enma que le gustaba. Pasaba los veranos en Mazarrón donde un chico murciano, vecino, veraneante como ella y un poco mayor  siempre se sentaba a su lado en los corrillos de amigos a la puerta de la casa después de cenar. Al verano siguiente le confesó que había pasado un invierno horrible pensando en ella. De nuevo, obtuvo un no por respuesta.
     En quinto, Emma tuvo un grave problema porque dos apuestos jóvenes la tenían en el punto de mira. Uno de ellos era un ingeniero aeronáutico con la carrera terminada y dispuesto a casarse. ¡Una  bendición para cualquier chica en esa época¡ Pero aunque parecía un buen partido, tenía dos inconvenientes. El primero era que ella tendría que dejar los estudios, cosa que disgustaría sobremanera a su padre, ilusionado en que Emma fuera a la universidad. El segundo era aún mucho peor: presumía continuamente de su carrera. Acabó casándose con otra amiga de Enma, educada en las monjas, de familia adinerada y que no estudiaba. Ya en sexto, el otro joven la esperaba a la salida de clase para acompañarla a casa. Como el galán era católico, apostólico y romano, amén de amigo de los curas, a veces coincidían en misa. Al salir, en primavera, se daban un paseo por el parque. Aunque el chico era de francés, tenía una forma muy graciosa de declararle su amor, escribiéndole en los libros de texto "I love you".
¿Con cuál de los dos se quedaría? Pues con este último, que no presumía de nada. Al llegar el verano iniciaron una relación epistolar que duró bien poco porque el muchacho se fue a seguir los estudios en Madrid adonde a su padre, que era funcionario del Estado, lo habían trasladado. Sufrió un accidente  y dejó de escribirle. Aunque preguntó a sus amigos, solo obtuvo vagas respuestas de que no había quedado bien. Nunca supo más de él.
     A esta lista habría que añadir otra no menos larga de pretendientes ocultos, dentro y fuera del instituto, noticia de la cual Emma se enteró años después por sus compañeras y amigas. Entre ellos, un vecino de sus tías, en el pueblo de sus padres, adonde iban algunos tórridos veranos. 
    Muchas veces Emma se preguntaba qué es lo que ella tenia para atraer de esa manera tan desaforada a los chicos pues ni era guapa, ni tenía buen tipo, ni les daba conversación. Más bien huía de ellos como de la peste. Un enigma de difícil resolución.
     En medio de todas esas tribulaciones apareció un hombre diferente a todos los conocidos con anterioridad, uno que nunca se conformaba con un no, de los que seguía, erre que erre, pensando que en algún momento la conquistaría. Se había propuesto casarse con ella aunque para ello tuviera que bajar a los infiernos y que estaba dispuesto a esperar seis años hasta que Emma terminara sus estudios universitarios. Conforme lo fue conociendo descubrió a un hombre que, aunque tenía pocos recursos económicos, era poseedor de unos valores encomiables. No le interesaba ni el dinero ni la carrera que había terminado -perito industrial, lo que hoy sería ingeniero técnico-, solo tenía ojos para Emma. Empezó a trabajar en la radio local, en el periódico y en la enseñanza. En cambio, le gustaban mucho las asignaturas de Letras, en especial la literatura. Era un empedernido lector. Leía muchos libros que sacaba de la biblioteca. Aunque era física e intelectualmente normal -ni guapo ni feo, ni alto ni bajo, ni listo ni tonto... ¡La aurea mediocritas ¡ Después de seis años se casaron. No sabe, me dice, si encontró al mejor marido pero sí al mejor padre para sus hijos.
    A Enma últimamente le ha dado por leer y escuchar a los filósofos  modernos, de ahí lo de la deconstrucción de Derrida y ha empezado a hacerse preguntas como ¿si tuviera que elegir ahora a un hombre qué le exigiría? Respuesta rápida " Que me quisiera tanto como lo hizo mi marido, dispuesto a dar la vida por su mujer y sus hijos".

martes, 7 de abril de 2020

Mi infancia

                                                Mi  infancia

                  Estando recluida en casa con motivo de la pandemia del coronavirus Covid-19 (2020) he decidido cumplir el deseo de mis hijos  de contarles como era mi vida en los primeros años, cuyos pormenores ellos desconocen y que yo voy a esforzarme en recordar.
           Nací en Almería tres años después de acabada la Guerra Civil española en una casa de pocos vecinos en la Plaza de Careaga, próxima a la catedral. Mis padres pertenecían a una familia de clase media porque mi padre había ganado unas oposiciones de funcionario del Estado de nivel relativamente alto y mi madre era ama de casa. Ese alto nivel lo deduzco  por el hecho de que, siendo cuatro hermanos, el matrimonio y una tía soltera, en total siete personas, disfrutábamos de teléfono, nevera, cuarto de baño con bañera y una chica de servicio interna.
            Cuando yo llegué al mundo mis padres habían sufrido dos tragedias familiares, la muerte de la primera hija a los cuatro años  y la de un hijo, el tercero , a los diez días de nacer. Entre ambos llegó mi hermana la mayor que padecía frecuentes cuadros de asma. ¿Qué nombre me correspondía siguiendo la tradición de cumplir con los abuelos? A la primera le tocó el nombre de la abuela paterna, a la segunda el de la abuela materna y  al chico por ser el primer varón el del abuelo paterno. ¿Y yo qué ? Nadie entenderá que me pusieran el nombre de mi hermana muerta que además es feísimo, pero había que conocer a mi padre, adoraba a su madre como no he visto a nadie. Era el mayor de los hermanos y ella lo mimaba en extremo.
            ¿Habéis oído hablar del príncipe destronado ? Pues ese fue el caso de mi hermana cuando se encontró con un bebé en la casa. Mis padres estaban volcados conmigo y ella se sintió desplazada en las atenciones familiares y se puso enferma. La llevaron al médico que pronto descubrió que no había tal enfermedad sino la pérdida de sus privilegios.
              Mi padre, como muchos hombres, quería un hijo varón  pero  vino una niña preciosa que además recibió el bonito nombre de la tita. Al siguiente intento por fin llegó el niño y aunque le correspondía el nombre del abuelo materno, se le impuso el del hermano muerto. Mi padre era así, adoraba a su familia y yo creo que ese gen lo he heredado.
            Un acontecimiento determinante en mi infancia fue que desde el día de mi nacimiento mi cunita se colocó  en la habitación de mi tía. Ella me crio y me mimó como si fuera su hija y para mi era más que mi madre. Cuando se iba a cantar  a la iglesia yo la acompañaba. La recuerdo como una excelente soprano. El año pasado su hija mayor celebró las bodas de oro en la capilla de unas monjas clarisas que entonaron durante la misa el "Ave María" de Schubert. No pude evitar las lágrimas y miré a mis primas, pudiendo comprobar que estaban tan emocionadas como yo. Siendo novia de mi tío, él la acompañaba al piano, pues tenía muy buen oído para la música y tocaba su propio laúd.  Por eso cuando se casó y se fue a vivir a su casa con su marido, aunque fuera en la propia ciudad, yo no paraba de llorar.  En cuanto llegaron las vacaciones de verano y  no tuve que ir al colegio, me fui a vivir con ellos. Tuve la gran suerte de que mi tío era encantador y cariñoso. Las dos niñas que nacieron años después no eran mis primas, eran mis hermanas.
              Esta situación condicionó toda mi infancia y parte de mi adolescencia, convirtiéndome en una niña rebelde y traviesa. Se daba además la circunstancia de que mis padres le dedicaban mucho tiempo a mi hermana la mayor por sus continuos ataques de asma y si yo en algún momento requería su atención me tachaban de envidiosa, motivo por el cual siempre tuve complejo de niña mala y protestona. Y si pasamos al aspecto físico es para echarse a llorar. Con uno o dos años me pelaron para que me creciera el pelo fuerte y de hecho fue así porque al poco tiempo podía hacerme unas hermosas trenzas que tuve que aprender  a peinar cuando se casó mi tía, con solo cinco o seis años. Me decían la "pelona". Me lo ha recordado hace unos días un hermano de mi tío, amigo de juegos del vecindario, que al verme en aquella ocasión  exclamó "¡qué bonica, como la cabeza de mi padre"¡  
                En ocasiones unas tías mías, hermanas de mi madre, solteronas, solían decir que mis hermanas eran más bonitas que yo, entre otras cosas porque tenían la piel más blanca, la mía algo  morenita. Lo achacaban a que tuve un ama de cría que vivía en la Venta de Eritaña e incluso gastaban bromas añadiendo si no sería adoptada, cosa que me irritaba tremendamente. Una vez, harta de tales comentarios, busqué entre los cosméticos de mi madre y me pinté la cara y los ojos. Entonces me planté ante todas las señoras y señoritas diciendo: " y ahora ¿ quién es más guapa ? " No es que yo lo recuerde  sino que me lo contó mi madre cuando fui mayor. 
              Almería era por aquellos tiempos una capital pequeña y los niños jugábamos en la placeta a la rayuela, a la comba, al pilla-pilla...etc. A veces nos alejábamos hasta la plaza de la catedral y teníamos ocasión de besar el anillo al obispo cuyo palacio se ubicaba enfrente. Recuerdo perfectamente la joya con un gran rubí  de un rojo intenso que centelleaba con el sol. No lejos de mi casa estaba el edificio del Gobierno Civil al que un día fuimos las amigas a ver unos cadáveres expuestos en el hall  para escarnio de los almerienses. Muchos años después he comprendido que se trataba de "maquis" ejecutados.
              Mi placeta era, y sigue siendo, cuadrada, recoleta, ajardinada y con altas palmeras. Mi casa ocupaba todo un lado del cuadrado entre dos callejones y la fachada estaba pintada de blanco como tantas casas andaluzas. Resultaba tan bonita que el novio de mi tía, un auténtico manitas, hizo una maqueta en corcho para que nos la trajeran los Reyes Magos. Como siempre he sido muy curiosa  y lo sigo siendo, encontraba los regalos antes de la fecha. No recuerdo haberme creído nunca las historias que contaban los padres acerca de los dichos reyes. El edificio estaba dividido en cuatro viviendas, dos bajos y dos primeros con una escalera central que continuaba hasta un amplio terrado donde se tendía la ropa y teníamos un gallinero en el que llegamos a meter un cerdo para hacer la matanza.  Una fachada sencilla pero elegante; junto al portal los pisos bajos con rejas que daban a la placeta; en el centro las escaleras que daban acceso a los dos pisos superiores con tres balcones, el central muy largo. Triste recuerdo tengo de las escaleras pues siendo muy chica me caí rodando. Al levantarme llorando estaba mi madre preparada con la zapatilla "para que otra vez tengas más cuidado". De los dos pisos superiores nosotros ocupábamos el más grande incluyendo el balcón corrido en el que llegamos a dormir las niñas y alguna vecina que subía en las bochornosas noches de agosto. Era la mejor habitación de la casa y por eso se convirtió en el despacho de mi padre. Se comunicaba con el comedor que disponía de balcón pequeño. Las demás habitaciones solo se iluminaban con ventanas que daban al callejón (tan estrecho que hablábamos con los vecinos, quiero recordar que con un sastre) o al patio de luces. En el piso de al lado vivía un médico casado pero sin hijos que terminó acogiendo a una niña austriaca refugiada de la Segunda Guerra Mundial.  Desgraciadamente no podíamos jugar con ella porque no sabía español. En uno de los bajos vivía un matrimonio con un niño y la abuela loca. En su delirio se lamentaba de que le querían quitar a su único nieto, Enriquito, que había sido concebido para ser niña y tuvo que ver como su madre lo peinaba con flequillo y le dejaba el pelo larguito. Una de mis travesuras, junto con las otras niñas, era decirle a la abuela que teníamos a su nieto. La pobre mujer gritaba y gritaba mientras nosotras salíamos corriendo por lo que pudiera pasar, aunque la dejaban encerrada con llave cuando su hija salía.
             El otro piso bajo lo ocupaba la extensa familia Soria, el matrimonio, siete hijos, la abuela y una chica que se trajeron de su pueblo de origen, Gérgal. El padre era practicante y su despacho era la mejor habitación, la de la reja a la placeta. De una pared colgaba un cuadro de Jesucristo que me inspiraba miedo por lo oscuro de la imagen y el dorado que la rodeaba. Tiempo después supe que se trataba de un icono ruso que mi tío trajo de Rusia cuando fue con la División Azul "a luchar contra el comunismo" me dijeron. Tanto él como el resto de la familia adoraban a los niños hasta el extremo de que nos hicieron un mecedor en la puerta de su casa que daba al patio de luces. Nos pasábamos tanto tiempo allí que a veces nos quedábamos a cenar, patatas cocidas y huevos duros, con Salvador , el hijo pequeño que era de la edad de mi hermana. Aún recuerdo el sabor de aquellas patatas tan ricas. Que no solo Proust se acuerda de los sabores (la magdalena en su caso) que tantos recuerdos nos traen. Con el tiempo formaron parte de nuestra familia  porque uno de los Soria se casó con mi tía. El resto de los edificios de la placeta lo componían: la casa del profesor de piano de mi hermana mayor a la que debí entrar alguna vez porque me llamaba mucho la curiosidad un grandísimo reloj de péndulo dentro de una caja de madera que llegaba hasta el suelo. Lindaba con un edificio de dos plantas que ocupaba el Frente de Juventudes en cuyo balcón principal colgaban varias banderas. Al lado la casa de planta baja de los dueños de una carbonería que tenían enfrente. Allí entraba con frecuencia porque había una niña de mi edad. Los primeros veranos alquilábamos una caseta en la playa para pasar el día, pero un año alquilamos una casita en Los Gallardos donde algo me tenía que suceder por traviesa. No se me ocurrió nada más que dedicarme a saltar de cama en cama hasta que me caí y me rompí la clavícula. Aún recuerdo la noche de llanto y dolor hasta que al día siguiente me llevaron a Almería a que me escayolaran. Todo agosto con el brazo en cabestrillo.
                Pasaron unos años y nos hicimos más mayorcitas. Entonces mis padres decidieron que las dos hijas mayores pasáramos los veranos en Cehegín con los abuelos, mi hermana mayor con los abuelos maternos y yo con los paternos, la pequeña se iría con los Soria a Gergal (nos contaba que no la dejaban dormir los conciertos de ranas de la rambla cercana) y el niño pequeño  se quedaría con la asistenta de manera que mis padres se quedaban libres para disfrutar de las noches del casino al que solían asistir con sus amigos. Aún conservo una fotografía en la que mi madre viste con el mantón de manila que le había bordado mi tía con la promesa de que sería para mí. Y así ha sido. Lo conservo con enorme cariño.
                Durante la estancia en Cehegín recuerdo dos travesuras, una consistió en peinar a mi abuelo y ponerle lacitos en el pelo como si se tratara de un perrito y otra a mi abuela en cuya silla derramé unos polvos pica-pica que la hicieron saltar de pánico. Aunque la que mejor recuerdo trascurrió en Almería una vez que me llevé a mi hermana pequeña a coger caracolas a la playa sin decírselo a nadie. Reconozco que siempre he tenido buen sentido de la orientación, porque desde la Plaza de Careaga hasta el Zapillo debe haber dos y medio o tres kilómetros. Al no llevar reloj nos entretuvimos más de la cuenta y toda la familia se pasó horas buscándonos, pensando lo peor, que nos hubieran raptado. Naturalmente me hice responsable, mi hermana solo me seguía. Sin atender a razones mi madre cogió la zapatilla y dio buena cuenta de ella sobre mis nalgas.
                  Cuando cumplí seis años fui a un colegio de monjas cercano que recibía el nombre de Servicio Doméstico y al año siguiente nos cambiamos al colegio de la Milagrosa en las que las docentes eran hermanas de S. Vicente de Paul. Allí hice la Primera Comunión de manos del obispo de la diócesis. Supongo que me enseñarían a leer pero no lo recuerdo. Sí que la monjas llevaban en la cabeza unas "cornetas" blancas y almidonadas que parecía que iban a echar a volar.
               Mi hermana pequeña era tan buena y obediente  que se sometía a todos mis caprichos. En primavera la convertíamos en "maya", sentadita en una esquina de la placeta, con su vestidito de gitana y un clavel en el pelo, mientras mis amigas y yo pedíamos limosnitas para la maya "que no tiene faldón ni saya". Con las monedas recogidas comprábamos caramelos. También se dejó expulsar el mal de ojo pero en aquello yo no tuve nada que ver. Fue idea de la asistenta que vio que no quería comer y encontró esa solución.
              De las estrecheces de los primeros años de la postguerra tengo algunas anécdotas. Junto a la carbonería donde comprábamos el carbón para cocinar  había una tienda, de nombre "La tiendecilla", ¡ cómo sería de pequeña ¡ a la que yo acudía con la asistenta para comprar los alimentos con la cartilla de racionamiento porque solo nos vendían en función de los miembros que formábamos la familia. Pero como el pan no nos gustaba, pan negro de centeno, nos acercábamos al puerto para comprar pan blanco del barco de Melilla puramente de estraperlo. En cuando aparecía la Guardia Civil salíamos a todo correr. Yo estaba muy delgadita, comía poco, pienso que porque no me gustaban las comidas de rancho. Pero eso no era problema, tenía el practicante en casa y nos regalaba las cajas de inyecciones. Teniendo en cuenta que estaba frecuentemente anémica tenía las posaderas hechas un colador. Las restricciones también llegaban a la ropa, heredaba la que le quedaba pequeña a mi hermana, hasta el vestido de Primera Comunión. Mi madre, sin saber, nos cosía la ropa, incluso las braguitas y el bañador. ¡ Qué modelitos ¡ No quiero olvidar cómo viajábamos hasta Cehegín. En tren llegábamos a Guadix de madrugada, desde allí otro nos dejaba en Lorca y esperábamos hasta después de comernos la comida que llevábamos, al autobús que parando en todos los pueblos y pedanías, nos conducía a nuestro destino ya de noche. Si algún pasajero salía por algún camino también se le admitía a la voz de "apretarse un poco".  Yo no sé por qué el tren tiraba tanta carbonilla, lo que sí sé es que por el calor del verano abríamos las ventanillas y se nos metía la carbonilla en los ojos. Los asientos eran de tablas de madera, lo más duro del mundo y a veces nos quedábamos durmiendo. Todo la gente viajaba en tren y unos pocos en autobús. Tengo la imagen viva de mi padre metiéndonos por la ventanilla a mis hermanos y a mí para coger sitio. Otro rasgo de la postguerra era el analfabetismo que yo observaba viendo a los hombres que tenían que firmar, hacerlo con el dedo, imprimiendo su huella dactilar.
              Uno de los veranos cehegineros  nos llevaron a mi hermana mayor y a mí a una finca de uno de mis abuelos ¡ Cómo olvidar lo que supuso para unas niñas de capital vivir en el campo ¡ Lo primero, no había wáter, solo un retrete ( una tabla con un agujero), ni agua corriente, la sacábamos con una cetra de la tinaja. Yo llegué a beber agua con la mano en una acequia pero mi hermana no porque descubrió que un burro estaba bebiendo un poco más arriba. El burro fue el modo de transporte que utilizamos, lo hacíamos por primera vez. ¡Qué horror ¡ decía mi hermana. Más divertido fue dejarnos llevar montadas en el trillo dándole vueltas a la era. Por la noche nos picaba todo el cuerpo de los trocitos de paja que se nos habían pegado y la siesta la dormíamos debajo de un árbol cual Titiro virgiliano.
               A pesar de todo eso creo que éramos felices en Almería pero mi hermana mayor seguía con ataques de asma y el médico recomendó a mis padres cambiar a un lugar más seco por si el motivo fuera alergia al puerto marítimo, al mar. Mirando las plazas libres llegó a dudar entre Aranjuez por su proximidad a Madrid, por la universidad y Lorca por su proximidad a Murcia, por la misma razón. Estaba decidido a que sus hijo e hijas hicieran estudios superiores y pudieran trabajar para ser independientes (un adelantado para esos tiempos). La decisión la tomó mi madre. Lorca estaba cerca de la familia. Llegamos en el año 1949 y encontramos un piso en la Plaza de España junto al Ayuntamiento donde mi padre ejercería de Interventor Municipal.
                    Los primeros años fueron de añoranza de mi querida ciudad de Almería, sus playas, su mar, mis tíos y mis primas. En cuanto llegaba el verano mi padre me montaba en el autobús y mi tío me esperaba en Almería. En una ocasión llegamos sin hacer casi paradas y no me esperaba nadie. No me lo pensé dos veces, me fui hasta la casa de los Soria porque yo sabía que en verano se cambiaban  porque la casa de los Soria era más fresca que la suya. Aunque tocaba y tocaba al timbre no me abrían y deduje que estarían en su casa. Estaba bastante lejos, cerca del barrio de pescadores pero no me iba a quedar en la calle. En verano a la hora de la siesta no me encontré a nadie por el camino. Tampoco allí contestó el timbre. ¡ Qué hacer ¡ Volví otra vez a la plaza de Careaga, me senté en el portal  y me eché a llorar. Al poco apareció mi tío asustado buscándome. Yo tendría nueve o diez años. Nunca se lo conté a mis padres por si no me dejaban volver más.                                                                                          Al poco tiempo mis tíos se cambiaron de casa, más cerca de la familia y del hospital donde trabajaba él. Recuerdo a sus vecinas del piso bajo que llegaron a ser como de la familia, las titas las llamábamos. Una de ellas, coja de nacimiento, tenía una forma muy curiosa de moverse por la casa, arrastrando una silla. Por entonces yo tenía 8 años, luego 9 y luego 10 hasta que mis padres empezaron a alquilar una casita para todo el verano a la orilla de la playa de la Isla de Mazarrón, aunque él solo venía en agosto y los fines de semana de julio. No recuerdo que nadie me enseñara a nadar. Creo que, como en otras cosas, he sido autodidacta. Por entonces le pasé el testigo de las travesuras a mi hermano.
                ¿Es posible que a partir de la Primera Comunión cambiara mi comportamiento? Empezaba a arrepentirme de querer más a mi tía que a mi madre y procuraba ayudarla en algunas faenas de la casa, hacerle mandados, llevar asados a un horno cercano, comprar vino en una taberna en los bajos de S. Patricio a la que no quería ir ninguno de mis hermanos por no ver al Tío Tinajas, acompañarla de madrugada a rezar el rosario de la aurora, acompañarla en los actos de misiones, me enseñó a hacer ganchillo, cuidaba de mi hermana pequeña... algo así como una expiación. Supongo que esa experiencia hizo que yo nunca consintiera que nadie le hiciera nada a mis hijos, ni darles de comer, ni cambiarles los pañales, todo se lo hacía yo con la sola excepción de que su padre los llevaba y recogía del colegio ( yo no tenía carné de conducir).
                  Después de haber leído este relato cualquiera se preguntaría cómo puedo recordar cosas de tan tierna infancia. Yo también me lo pregunto pero una compañera de facultad me dio la respuesta . Se llama el " cesto de cerezas", algo que ella recuerda que nos explicaba nuestro  querido profesor D. Mariano Baquero. Unas palabras nos llevan a otras, unos recuerdos nos llevan a otros, como cuando tiras de una cereza de un cesto y salen otras enredadas en ella.

miércoles, 5 de febrero de 2020

Lo imposible hecho realidad

                                                   

        La biotecnología, como otras ciencias que se están desarrollando a un ritmo vertiginoso, puede convertirnos en testigos de ver reales narraciones que un día fueron ciencia-ficción. Pienso en lo que habría sentido Julio Verne al comprobar por televisión al hombre pisando la Luna.
     Yo he tenido una experiencia muy gratificante al ver realizado algo que parecía imposible. Cuando estudiaba  en el instituto en los años cincuenta del siglo pasado teníamos un libro de inglés en el que, después de cada lección, se añadía una lectura. Recuerdo que me llamaba mucho la atención aquella en la que se comentaba el proyecto de comunicar Inglaterra con el continente europeo a través de un túnel subterráneo bajo el Canal de la Mancha. Con la tecnología de la época se consideraba ciencia-ficción. Pero, ¿ quién me iba a decir a mí que más de cincuenta años después iba a realizar un viaje al Reino Unido utilizando ese camino en el Eurotúnel? Me resultó emocionantísimo, aunque confieso que pasé miedo pensando en la gran cantidad de agua que "pesaba" sobre nuestras cabezas.
         Me han venido  a la memoria estos recuerdos a raíz de una noticia que acabo de leer que dice:   "los nanorobots navegarán por nuestra sangre diagnosticando problemas y reparando daños". Porque en los años sesenta del siglo pasado tuve ocasión de ver la película "Viaje alucinante" cuyo guión inspiró a  Isaac Asimov la novela del mismo título, evidentemente de ciencia-ficción,  sobre el fantástico viaje al interior del cuerpo humano de un submarino  tripulado  y reducido de tamaño en el Centro de Miniaturización Norteamericano. Esta tecnología solo duraba sesenta minutos hasta volver a su tamaño original. La finalidad del experimento consistía en salvar la vida de un científico con hematoma cerebral tras un intento de asesinato. Al submarino y su tripulación, reducidos  a pequeñísimo tamaño,  se les introducía en el sistema  circulatorio arterial del enfermo para llegar a las zonas dañadas del cerebro y curarlas. Después de diversas peripecias salían al exterior por un ojo  siguiendo el trayecto del nervio óptico antes de finalizar el plazo.  
          ¿ Llegaré a tiempo de verlo hecho realidad salvando las distancias de humanos a robots ? No lo creo pero, teniendo en cuenta que en los últimos 100 años hemos doblado la esperanza de vida, todo puede ser...  

domingo, 5 de enero de 2020

COMENTARIO DE TEXTO SOBRE LA NOVELA "INTEMPERIE"


                                                     I  N  T  E  M  P  E  R  I  E      

de  Jesús Carrasco


           Estaba leyendo una cartelera de cine en un periódico cuando he dado con el comentario de una película cuyo argumento está tomado de la novela del mismo título que fue considerada por la Asociación de libreros “Libro del Año  2013”. Se titula Intemperie. La he sacado de la biblioteca y la he leído dos veces porque he decidido escribir mis impresiones sobre ella.

         El título alude al desamparo que sufre el protagonista, un niño que huye de su pueblo y de su familia emprendiendo un camino por una naturaleza desértica e inhóspita. En él se encuentra a un viejo cabrero, poco hablador, que le va a librar de terribles peligros y que al mismo tiempo le va a enseñar cómo sobrevivir al hambre y la sed. Así el camino viene a ser la metáfora del aprendizaje.

          Hay otros personajes que representan el lado negativo, malvado, del ser humano: el alcaide, su ayudante y el tullido. El autor ha querido dar un halo de misterio (esta es su primera novela) al omitir nombres de personas, lugares, época y hasta el del perro. Existe un elemento que nos lleva a pensar en la postguerra española, el sidecar. El alcaide lo utiliza en sus desplazamientos. Se describen lugares desérticos que nos recuerdan a Almería, su vegetación de chumberas, jaras, higueras, almendros y el palo dulce (coloquialmente, palodú), además de la presencia del mar. Se usan las hojas de aloe como curativo para la piel y se utiliza la palabra “atiende” para llamar al compañero.

Todavía pueden verse aldeas abandonadas con restos de vías ferroviarias por las que antaño circulaban vagones de mercancías y minerales. Al mismo tiempo hay momentos que nos recuerdan escenas del western que se filmaron en la zona almeriense de Tabernas. Solo se alude al lugar como “el llano” (casualmente una finca que fue de mis abuelos entre Cehegín y Bullas (Murcia) recibía ese nombre). Todo el sureste español se ha visto marcado por la falta de agua. También es casual que este sea el tema de la novela “Con la lengua fuera” del lorquino José María Castillo Navarro, sobre el que escribí mi tesis doctoral.

Las personas sin nombre son: el chico o niño, el viejo o pastor o cabrero, el alcaide, su ayudante o el colorao (por el pelo), el tullido y el perro. Hacia el final y después de enterrar al viejo, su compañero de camino, pensó que “le hubiera gustado saber su nombre”.

        Podríamos definir la novela como una especie de movimiento neo-ruralista que renace en el siglo XXI y que recuerda a Delibes. Uno de sus aciertos consiste en la riqueza del léxico rural que a buen seguro habrá obligado a usar el diccionario para su lectura a algunos de sus lectores. Como ejemplo: albardón, aguaderas, serón, azuela, destrabar, parihuela, varear (la aceituna), serijo (de las pasas), morral (del chico), zurrón (del pastor), gualdrapa y ataharre (del burro), etc.

         En cuanto a la forma literaria me ha llamado mucho la atención las oraciones sin verbo que la mayoría de las veces corresponden a momentos de tensión emocional, como si la acción quedara paralizada. He recogido algunos ejemplos. En un momento de desesperación en que el niño rompe a llorar leemos: “la escapada infantil, el sol abrasador, el llano incapaz de inclinarse a su favor”; también cuando el chico se encuentra frente al alguacil que lo viene persiguiendo desde el principio del relato leemos: “la humedad de las botas, la suciedad de la piel, el olor de la comida, el final de su osadía”; la aparición del viejo con la escopeta del ayudante del alguacil se percibe como: “ángel de fuego que derriba los muros”; pero la mayor concentración emotiva se reduce a la oración-palabra “Sed”. Todo ello desprende un lirismo que le acerca a la poesía como el mismo Jesús Carrasco reconoció en una entrevista realizada en Página  2 de TVE.

       Del estilo señalaría algunas metáforas: los pómulos sangrantes son “manzanas de feria bañadas de caramelo”,  la luna reciente todavía era “una tajada estrecha amarilleando sobre el horizonte” y las hileras de olivos cual “hatajo de soldados de vuelta del frente. Heridos pero en marcha”. Más abundante es el símil de las moscas “como dientes negros”, se movían los pelos de su barba “como un campo de posidonias a merced de las corrientes”, marcas de vara asomaban por los costados “como nuevas costillas dibujadas”, el fuego “como un hurón ciego y voraz”, las lombrices y renacuajos del agua del pozo saltaban “como atunes en una almadraba”…etc.

      Cuando se trata de descripciones el estilo es realista, como la del tullido: “El pelo largo apelmazado, barba negra y un sayo de arpillera raída atado a la cintura por toda vestimenta. Tenía las manos incompletas y sus piernas estaban amputadas justo por debajo de las rodillas. Unas correas de cuero ennegrecido unían sus muslos a una tabla de madera con cuatro cojinetes grasientos por ruedas”.

       Hay quien considera que esta novela es un canto a los sentidos, olores, sabores, sonidos:

   “Perdido entre los cientos de olores que la profundidad (de la tierra) reserva a las lombrices y los muertos. Olores que no debería estar oliendo pero que él había buscado, olores que lo alejaban de la madre”. Unas veces son buenos, como “los aromas de pan” pero la mayor parte son como “el hedor de un buey podrido”.

        Frecuentes alusiones a los sabores de la comida o bebida (leche y vino a falta de agua): “Empapaba trozos de pan ácimo en un recipiente con vino”; “la torta de pan que había cocinado el viejo la ablandó con leche tibia” (gachas de leche); “atacaba la bota de vino con buches largos”; “mordiendo una cuña de queso correoso”.

        En cuanto a los sonidos  abundan los de la naturaleza o los animales que acompañan al viejo y al niño en su viaje de huida hacia el norte: “aleteos de palomas”, “coro de cencerros” y “balidos” (de las cabras), “ladridos del perro”. Siempre comían acompañados por el burro, el perro y las cabras. Hacia el final, muerto y enterrado el cabrero, el chico se refugia en una vieja casa para peones camineros y “escucha el tamborileo de la lluvia sobre una chapa caída”.

       El motivo de la huida la conocemos hacia el final. El chico recordaba “cuando su padre lo llevó por primera vez a la casa del hombre que ahora tenía delante (el alguacil) y lo dejó allí a merced de sus deseos”. Al encontrar el sidecar repara en “la cápsula en la que él había viajado oculto tantas veces”.

        Las últimas palabras son esperanzadoras: “Luego volvió a la puerta y allí permaneció  mientras duró la lluvia, mirando como Dios aflojaba por un rato las tuercas de su tormento”.