Estando recluida en casa con motivo de la pandemia del coronavirus Covid-19 (2020) he decidido cumplir el deseo de mis hijos de contarles como era mi vida en los primeros años, cuyos pormenores ellos desconocen y que yo voy a esforzarme en recordar.
Nací en Almería tres años después de acabada la Guerra Civil española en una casa de pocos vecinos en la Plaza de Careaga, próxima a la catedral. Mis padres pertenecían a una familia de clase media porque mi padre había ganado unas oposiciones de funcionario del Estado de nivel relativamente alto y mi madre era ama de casa. Ese alto nivel lo deduzco por el hecho de que, siendo cuatro hermanos, el matrimonio y una tía soltera, en total siete personas, disfrutábamos de teléfono, nevera, cuarto de baño con bañera y una chica de servicio interna.
Cuando yo llegué al mundo mis padres habían sufrido dos tragedias familiares, la muerte de la primera hija a los cuatro años y la de un hijo, el tercero , a los diez días de nacer. Entre ambos llegó mi hermana la mayor que padecía frecuentes cuadros de asma. ¿Qué nombre me correspondía siguiendo la tradición de cumplir con los abuelos? A la primera le tocó el nombre de la abuela paterna, a la segunda el de la abuela materna y al chico por ser el primer varón el del abuelo paterno. ¿Y yo qué ? Nadie entenderá que me pusieran el nombre de mi hermana muerta que además es feísimo, pero había que conocer a mi padre, adoraba a su madre como no he visto a nadie. Era el mayor de los hermanos y ella lo mimaba en extremo.
¿Habéis oído hablar del príncipe destronado ? Pues ese fue el caso de mi hermana cuando se encontró con un bebé en la casa. Mis padres estaban volcados conmigo y ella se sintió desplazada en las atenciones familiares y se puso enferma. La llevaron al médico que pronto descubrió que no había tal enfermedad sino la pérdida de sus privilegios.
Mi padre, como muchos hombres, quería un hijo varón pero vino una niña preciosa que además recibió el bonito nombre de la tita. Al siguiente intento por fin llegó el niño y aunque le correspondía el nombre del abuelo materno, se le impuso el del hermano muerto. Mi padre era así, adoraba a su familia y yo creo que ese gen lo he heredado.
Un acontecimiento determinante en mi infancia fue que desde el día de mi nacimiento mi cunita se colocó en la habitación de mi tía. Ella me crio y me mimó como si fuera su hija y para mi era más que mi madre. Cuando se iba a cantar a la iglesia yo la acompañaba. La recuerdo como una excelente soprano. El año pasado su hija mayor celebró las bodas de oro en la capilla de unas monjas clarisas que entonaron durante la misa el "Ave María" de Schubert. No pude evitar las lágrimas y miré a mis primas, pudiendo comprobar que estaban tan emocionadas como yo. Siendo novia de mi tío, él la acompañaba al piano, pues tenía muy buen oído para la música y tocaba su propio laúd. Por eso cuando se casó y se fue a vivir a su casa con su marido, aunque fuera en la propia ciudad, yo no paraba de llorar. En cuanto llegaron las vacaciones de verano y no tuve que ir al colegio, me fui a vivir con ellos. Tuve la gran suerte de que mi tío era encantador y cariñoso. Las dos niñas que nacieron años después no eran mis primas, eran mis hermanas.
Esta situación condicionó toda mi infancia y parte de mi adolescencia, convirtiéndome en una niña rebelde y traviesa. Se daba además la circunstancia de que mis padres le dedicaban mucho tiempo a mi hermana la mayor por sus continuos ataques de asma y si yo en algún momento requería su atención me tachaban de envidiosa, motivo por el cual siempre tuve complejo de niña mala y protestona. Y si pasamos al aspecto físico es para echarse a llorar. Con uno o dos años me pelaron para que me creciera el pelo fuerte y de hecho fue así porque al poco tiempo podía hacerme unas hermosas trenzas que tuve que aprender a peinar cuando se casó mi tía, con solo cinco o seis años. Me decían la "pelona". Me lo ha recordado hace unos días un hermano de mi tío, amigo de juegos del vecindario, que al verme en aquella ocasión exclamó "¡qué bonica, como la cabeza de mi padre"¡
Esta situación condicionó toda mi infancia y parte de mi adolescencia, convirtiéndome en una niña rebelde y traviesa. Se daba además la circunstancia de que mis padres le dedicaban mucho tiempo a mi hermana la mayor por sus continuos ataques de asma y si yo en algún momento requería su atención me tachaban de envidiosa, motivo por el cual siempre tuve complejo de niña mala y protestona. Y si pasamos al aspecto físico es para echarse a llorar. Con uno o dos años me pelaron para que me creciera el pelo fuerte y de hecho fue así porque al poco tiempo podía hacerme unas hermosas trenzas que tuve que aprender a peinar cuando se casó mi tía, con solo cinco o seis años. Me decían la "pelona". Me lo ha recordado hace unos días un hermano de mi tío, amigo de juegos del vecindario, que al verme en aquella ocasión exclamó "¡qué bonica, como la cabeza de mi padre"¡
En ocasiones unas tías mías, hermanas de mi madre, solteronas, solían decir que mis hermanas eran más bonitas que yo, entre otras cosas porque tenían la piel más blanca, la mía algo morenita. Lo achacaban a que tuve un ama de cría que vivía en la Venta de Eritaña e incluso gastaban bromas añadiendo si no sería adoptada, cosa que me irritaba tremendamente. Una vez, harta de tales comentarios, busqué entre los cosméticos de mi madre y me pinté la cara y los ojos. Entonces me planté ante todas las señoras y señoritas diciendo: " y ahora ¿ quién es más guapa ? " No es que yo lo recuerde sino que me lo contó mi madre cuando fui mayor.
Almería era por aquellos tiempos una capital pequeña y los niños jugábamos en la placeta a la rayuela, a la comba, al pilla-pilla...etc. A veces nos alejábamos hasta la plaza de la catedral y teníamos ocasión de besar el anillo al obispo cuyo palacio se ubicaba enfrente. Recuerdo perfectamente la joya con un gran rubí de un rojo intenso que centelleaba con el sol. No lejos de mi casa estaba el edificio del Gobierno Civil al que un día fuimos las amigas a ver unos cadáveres expuestos en el hall para escarnio de los almerienses. Muchos años después he comprendido que se trataba de "maquis" ejecutados.
Mi placeta era, y sigue siendo, cuadrada, recoleta, ajardinada y con altas palmeras. Mi casa ocupaba todo un lado del cuadrado entre dos callejones y la fachada estaba pintada de blanco como tantas casas andaluzas. Resultaba tan bonita que el novio de mi tía, un auténtico manitas, hizo una maqueta en corcho para que nos la trajeran los Reyes Magos. Como siempre he sido muy curiosa y lo sigo siendo, encontraba los regalos antes de la fecha. No recuerdo haberme creído nunca las historias que contaban los padres acerca de los dichos reyes. El edificio estaba dividido en cuatro viviendas, dos bajos y dos primeros con una escalera central que continuaba hasta un amplio terrado donde se tendía la ropa y teníamos un gallinero en el que llegamos a meter un cerdo para hacer la matanza. Una fachada sencilla pero elegante; junto al portal los pisos bajos con rejas que daban a la placeta; en el centro las escaleras que daban acceso a los dos pisos superiores con tres balcones, el central muy largo. Triste recuerdo tengo de las escaleras pues siendo muy chica me caí rodando. Al levantarme llorando estaba mi madre preparada con la zapatilla "para que otra vez tengas más cuidado". De los dos pisos superiores nosotros ocupábamos el más grande incluyendo el balcón corrido en el que llegamos a dormir las niñas y alguna vecina que subía en las bochornosas noches de agosto. Era la mejor habitación de la casa y por eso se convirtió en el despacho de mi padre. Se comunicaba con el comedor que disponía de balcón pequeño. Las demás habitaciones solo se iluminaban con ventanas que daban al callejón (tan estrecho que hablábamos con los vecinos, quiero recordar que con un sastre) o al patio de luces. En el piso de al lado vivía un médico casado pero sin hijos que terminó acogiendo a una niña austriaca refugiada de la Segunda Guerra Mundial. Desgraciadamente no podíamos jugar con ella porque no sabía español. En uno de los bajos vivía un matrimonio con un niño y la abuela loca. En su delirio se lamentaba de que le querían quitar a su único nieto, Enriquito, que había sido concebido para ser niña y tuvo que ver como su madre lo peinaba con flequillo y le dejaba el pelo larguito. Una de mis travesuras, junto con las otras niñas, era decirle a la abuela que teníamos a su nieto. La pobre mujer gritaba y gritaba mientras nosotras salíamos corriendo por lo que pudiera pasar, aunque la dejaban encerrada con llave cuando su hija salía.
El otro piso bajo lo ocupaba la extensa familia Soria, el matrimonio, siete hijos, la abuela y una chica que se trajeron de su pueblo de origen, Gérgal. El padre era practicante y su despacho era la mejor habitación, la de la reja a la placeta. De una pared colgaba un cuadro de Jesucristo que me inspiraba miedo por lo oscuro de la imagen y el dorado que la rodeaba. Tiempo después supe que se trataba de un icono ruso que mi tío trajo de Rusia cuando fue con la División Azul "a luchar contra el comunismo" me dijeron. Tanto él como el resto de la familia adoraban a los niños hasta el extremo de que nos hicieron un mecedor en la puerta de su casa que daba al patio de luces. Nos pasábamos tanto tiempo allí que a veces nos quedábamos a cenar, patatas cocidas y huevos duros, con Salvador , el hijo pequeño que era de la edad de mi hermana. Aún recuerdo el sabor de aquellas patatas tan ricas. Que no solo Proust se acuerda de los sabores (la magdalena en su caso) que tantos recuerdos nos traen. Con el tiempo formaron parte de nuestra familia porque uno de los Soria se casó con mi tía. El resto de los edificios de la placeta lo componían: la casa del profesor de piano de mi hermana mayor a la que debí entrar alguna vez porque me llamaba mucho la curiosidad un grandísimo reloj de péndulo dentro de una caja de madera que llegaba hasta el suelo. Lindaba con un edificio de dos plantas que ocupaba el Frente de Juventudes en cuyo balcón principal colgaban varias banderas. Al lado la casa de planta baja de los dueños de una carbonería que tenían enfrente. Allí entraba con frecuencia porque había una niña de mi edad. Los primeros veranos alquilábamos una caseta en la playa para pasar el día, pero un año alquilamos una casita en Los Gallardos donde algo me tenía que suceder por traviesa. No se me ocurrió nada más que dedicarme a saltar de cama en cama hasta que me caí y me rompí la clavícula. Aún recuerdo la noche de llanto y dolor hasta que al día siguiente me llevaron a Almería a que me escayolaran. Todo agosto con el brazo en cabestrillo.
Pasaron unos años y nos hicimos más mayorcitas. Entonces mis padres decidieron que las dos hijas mayores pasáramos los veranos en Cehegín con los abuelos, mi hermana mayor con los abuelos maternos y yo con los paternos, la pequeña se iría con los Soria a Gergal (nos contaba que no la dejaban dormir los conciertos de ranas de la rambla cercana) y el niño pequeño se quedaría con la asistenta de manera que mis padres se quedaban libres para disfrutar de las noches del casino al que solían asistir con sus amigos. Aún conservo una fotografía en la que mi madre viste con el mantón de manila que le había bordado mi tía con la promesa de que sería para mí. Y así ha sido. Lo conservo con enorme cariño.
Durante la estancia en Cehegín recuerdo dos travesuras, una consistió en peinar a mi abuelo y ponerle lacitos en el pelo como si se tratara de un perrito y otra a mi abuela en cuya silla derramé unos polvos pica-pica que la hicieron saltar de pánico. Aunque la que mejor recuerdo trascurrió en Almería una vez que me llevé a mi hermana pequeña a coger caracolas a la playa sin decírselo a nadie. Reconozco que siempre he tenido buen sentido de la orientación, porque desde la Plaza de Careaga hasta el Zapillo debe haber dos y medio o tres kilómetros. Al no llevar reloj nos entretuvimos más de la cuenta y toda la familia se pasó horas buscándonos, pensando lo peor, que nos hubieran raptado. Naturalmente me hice responsable, mi hermana solo me seguía. Sin atender a razones mi madre cogió la zapatilla y dio buena cuenta de ella sobre mis nalgas.
Cuando cumplí seis años fui a un colegio de monjas cercano que recibía el nombre de Servicio Doméstico y al año siguiente nos cambiamos al colegio de la Milagrosa en las que las docentes eran hermanas de S. Vicente de Paul. Allí hice la Primera Comunión de manos del obispo de la diócesis. Supongo que me enseñarían a leer pero no lo recuerdo. Sí que la monjas llevaban en la cabeza unas "cornetas" blancas y almidonadas que parecía que iban a echar a volar.
Mi hermana pequeña era tan buena y obediente que se sometía a todos mis caprichos. En primavera la convertíamos en "maya", sentadita en una esquina de la placeta, con su vestidito de gitana y un clavel en el pelo, mientras mis amigas y yo pedíamos limosnitas para la maya "que no tiene faldón ni saya". Con las monedas recogidas comprábamos caramelos. También se dejó expulsar el mal de ojo pero en aquello yo no tuve nada que ver. Fue idea de la asistenta que vio que no quería comer y encontró esa solución.
El otro piso bajo lo ocupaba la extensa familia Soria, el matrimonio, siete hijos, la abuela y una chica que se trajeron de su pueblo de origen, Gérgal. El padre era practicante y su despacho era la mejor habitación, la de la reja a la placeta. De una pared colgaba un cuadro de Jesucristo que me inspiraba miedo por lo oscuro de la imagen y el dorado que la rodeaba. Tiempo después supe que se trataba de un icono ruso que mi tío trajo de Rusia cuando fue con la División Azul "a luchar contra el comunismo" me dijeron. Tanto él como el resto de la familia adoraban a los niños hasta el extremo de que nos hicieron un mecedor en la puerta de su casa que daba al patio de luces. Nos pasábamos tanto tiempo allí que a veces nos quedábamos a cenar, patatas cocidas y huevos duros, con Salvador , el hijo pequeño que era de la edad de mi hermana. Aún recuerdo el sabor de aquellas patatas tan ricas. Que no solo Proust se acuerda de los sabores (la magdalena en su caso) que tantos recuerdos nos traen. Con el tiempo formaron parte de nuestra familia porque uno de los Soria se casó con mi tía. El resto de los edificios de la placeta lo componían: la casa del profesor de piano de mi hermana mayor a la que debí entrar alguna vez porque me llamaba mucho la curiosidad un grandísimo reloj de péndulo dentro de una caja de madera que llegaba hasta el suelo. Lindaba con un edificio de dos plantas que ocupaba el Frente de Juventudes en cuyo balcón principal colgaban varias banderas. Al lado la casa de planta baja de los dueños de una carbonería que tenían enfrente. Allí entraba con frecuencia porque había una niña de mi edad. Los primeros veranos alquilábamos una caseta en la playa para pasar el día, pero un año alquilamos una casita en Los Gallardos donde algo me tenía que suceder por traviesa. No se me ocurrió nada más que dedicarme a saltar de cama en cama hasta que me caí y me rompí la clavícula. Aún recuerdo la noche de llanto y dolor hasta que al día siguiente me llevaron a Almería a que me escayolaran. Todo agosto con el brazo en cabestrillo.
Pasaron unos años y nos hicimos más mayorcitas. Entonces mis padres decidieron que las dos hijas mayores pasáramos los veranos en Cehegín con los abuelos, mi hermana mayor con los abuelos maternos y yo con los paternos, la pequeña se iría con los Soria a Gergal (nos contaba que no la dejaban dormir los conciertos de ranas de la rambla cercana) y el niño pequeño se quedaría con la asistenta de manera que mis padres se quedaban libres para disfrutar de las noches del casino al que solían asistir con sus amigos. Aún conservo una fotografía en la que mi madre viste con el mantón de manila que le había bordado mi tía con la promesa de que sería para mí. Y así ha sido. Lo conservo con enorme cariño.
Durante la estancia en Cehegín recuerdo dos travesuras, una consistió en peinar a mi abuelo y ponerle lacitos en el pelo como si se tratara de un perrito y otra a mi abuela en cuya silla derramé unos polvos pica-pica que la hicieron saltar de pánico. Aunque la que mejor recuerdo trascurrió en Almería una vez que me llevé a mi hermana pequeña a coger caracolas a la playa sin decírselo a nadie. Reconozco que siempre he tenido buen sentido de la orientación, porque desde la Plaza de Careaga hasta el Zapillo debe haber dos y medio o tres kilómetros. Al no llevar reloj nos entretuvimos más de la cuenta y toda la familia se pasó horas buscándonos, pensando lo peor, que nos hubieran raptado. Naturalmente me hice responsable, mi hermana solo me seguía. Sin atender a razones mi madre cogió la zapatilla y dio buena cuenta de ella sobre mis nalgas.
Cuando cumplí seis años fui a un colegio de monjas cercano que recibía el nombre de Servicio Doméstico y al año siguiente nos cambiamos al colegio de la Milagrosa en las que las docentes eran hermanas de S. Vicente de Paul. Allí hice la Primera Comunión de manos del obispo de la diócesis. Supongo que me enseñarían a leer pero no lo recuerdo. Sí que la monjas llevaban en la cabeza unas "cornetas" blancas y almidonadas que parecía que iban a echar a volar.
Mi hermana pequeña era tan buena y obediente que se sometía a todos mis caprichos. En primavera la convertíamos en "maya", sentadita en una esquina de la placeta, con su vestidito de gitana y un clavel en el pelo, mientras mis amigas y yo pedíamos limosnitas para la maya "que no tiene faldón ni saya". Con las monedas recogidas comprábamos caramelos. También se dejó expulsar el mal de ojo pero en aquello yo no tuve nada que ver. Fue idea de la asistenta que vio que no quería comer y encontró esa solución.
De las estrecheces de los primeros años de la postguerra tengo algunas anécdotas. Junto a la carbonería donde comprábamos el carbón para cocinar había una tienda, de nombre "La tiendecilla", ¡ cómo sería de pequeña ¡ a la que yo acudía con la asistenta para comprar los alimentos con la cartilla de racionamiento porque solo nos vendían en función de los miembros que formábamos la familia. Pero como el pan no nos gustaba, pan negro de centeno, nos acercábamos al puerto para comprar pan blanco del barco de Melilla puramente de estraperlo. En cuando aparecía la Guardia Civil salíamos a todo correr. Yo estaba muy delgadita, comía poco, pienso que porque no me gustaban las comidas de rancho. Pero eso no era problema, tenía el practicante en casa y nos regalaba las cajas de inyecciones. Teniendo en cuenta que estaba frecuentemente anémica tenía las posaderas hechas un colador. Las restricciones también llegaban a la ropa, heredaba la que le quedaba pequeña a mi hermana, hasta el vestido de Primera Comunión. Mi madre, sin saber, nos cosía la ropa, incluso las braguitas y el bañador. ¡ Qué modelitos ¡ No quiero olvidar cómo viajábamos hasta Cehegín. En tren llegábamos a Guadix de madrugada, desde allí otro nos dejaba en Lorca y esperábamos hasta después de comernos la comida que llevábamos, al autobús que parando en todos los pueblos y pedanías, nos conducía a nuestro destino ya de noche. Si algún pasajero salía por algún camino también se le admitía a la voz de "apretarse un poco". Yo no sé por qué el tren tiraba tanta carbonilla, lo que sí sé es que por el calor del verano abríamos las ventanillas y se nos metía la carbonilla en los ojos. Los asientos eran de tablas de madera, lo más duro del mundo y a veces nos quedábamos durmiendo. Todo la gente viajaba en tren y unos pocos en autobús. Tengo la imagen viva de mi padre metiéndonos por la ventanilla a mis hermanos y a mí para coger sitio. Otro rasgo de la postguerra era el analfabetismo que yo observaba viendo a los hombres que tenían que firmar, hacerlo con el dedo, imprimiendo su huella dactilar.
Uno de los veranos cehegineros nos llevaron a mi hermana mayor y a mí a una finca de uno de mis abuelos ¡ Cómo olvidar lo que supuso para unas niñas de capital vivir en el campo ¡ Lo primero, no había wáter, solo un retrete ( una tabla con un agujero), ni agua corriente, la sacábamos con una cetra de la tinaja. Yo llegué a beber agua con la mano en una acequia pero mi hermana no porque descubrió que un burro estaba bebiendo un poco más arriba. El burro fue el modo de transporte que utilizamos, lo hacíamos por primera vez. ¡Qué horror ¡ decía mi hermana. Más divertido fue dejarnos llevar montadas en el trillo dándole vueltas a la era. Por la noche nos picaba todo el cuerpo de los trocitos de paja que se nos habían pegado y la siesta la dormíamos debajo de un árbol cual Titiro virgiliano.
A pesar de todo eso creo que éramos felices en Almería pero mi hermana mayor seguía con ataques de asma y el médico recomendó a mis padres cambiar a un lugar más seco por si el motivo fuera alergia al puerto marítimo, al mar. Mirando las plazas libres llegó a dudar entre Aranjuez por su proximidad a Madrid, por la universidad y Lorca por su proximidad a Murcia, por la misma razón. Estaba decidido a que sus hijo e hijas hicieran estudios superiores y pudieran trabajar para ser independientes (un adelantado para esos tiempos). La decisión la tomó mi madre. Lorca estaba cerca de la familia. Llegamos en el año 1949 y encontramos un piso en la Plaza de España junto al Ayuntamiento donde mi padre ejercería de Interventor Municipal.
Los primeros años fueron de añoranza de mi querida ciudad de Almería, sus playas, su mar, mis tíos y mis primas. En cuanto llegaba el verano mi padre me montaba en el autobús y mi tío me esperaba en Almería. En una ocasión llegamos sin hacer casi paradas y no me esperaba nadie. No me lo pensé dos veces, me fui hasta la casa de los Soria porque yo sabía que en verano se cambiaban porque la casa de los Soria era más fresca que la suya. Aunque tocaba y tocaba al timbre no me abrían y deduje que estarían en su casa. Estaba bastante lejos, cerca del barrio de pescadores pero no me iba a quedar en la calle. En verano a la hora de la siesta no me encontré a nadie por el camino. Tampoco allí contestó el timbre. ¡ Qué hacer ¡ Volví otra vez a la plaza de Careaga, me senté en el portal y me eché a llorar. Al poco apareció mi tío asustado buscándome. Yo tendría nueve o diez años. Nunca se lo conté a mis padres por si no me dejaban volver más. Al poco tiempo mis tíos se cambiaron de casa, más cerca de la familia y del hospital donde trabajaba él. Recuerdo a sus vecinas del piso bajo que llegaron a ser como de la familia, las titas las llamábamos. Una de ellas, coja de nacimiento, tenía una forma muy curiosa de moverse por la casa, arrastrando una silla. Por entonces yo tenía 8 años, luego 9 y luego 10 hasta que mis padres empezaron a alquilar una casita para todo el verano a la orilla de la playa de la Isla de Mazarrón, aunque él solo venía en agosto y los fines de semana de julio. No recuerdo que nadie me enseñara a nadar. Creo que, como en otras cosas, he sido autodidacta. Por entonces le pasé el testigo de las travesuras a mi hermano.
¿Es posible que a partir de la Primera Comunión cambiara mi comportamiento? Empezaba a arrepentirme de querer más a mi tía que a mi madre y procuraba ayudarla en algunas faenas de la casa, hacerle mandados, llevar asados a un horno cercano, comprar vino en una taberna en los bajos de S. Patricio a la que no quería ir ninguno de mis hermanos por no ver al Tío Tinajas, acompañarla de madrugada a rezar el rosario de la aurora, acompañarla en los actos de misiones, me enseñó a hacer ganchillo, cuidaba de mi hermana pequeña... algo así como una expiación. Supongo que esa experiencia hizo que yo nunca consintiera que nadie le hiciera nada a mis hijos, ni darles de comer, ni cambiarles los pañales, todo se lo hacía yo con la sola excepción de que su padre los llevaba y recogía del colegio ( yo no tenía carné de conducir).
Después de haber leído este relato cualquiera se preguntaría cómo puedo recordar cosas de tan tierna infancia. Yo también me lo pregunto pero una compañera de facultad me dio la respuesta . Se llama el " cesto de cerezas", algo que ella recuerda que nos explicaba nuestro querido profesor D. Mariano Baquero. Unas palabras nos llevan a otras, unos recuerdos nos llevan a otros, como cuando tiras de una cereza de un cesto y salen otras enredadas en ella.Uno de los veranos cehegineros nos llevaron a mi hermana mayor y a mí a una finca de uno de mis abuelos ¡ Cómo olvidar lo que supuso para unas niñas de capital vivir en el campo ¡ Lo primero, no había wáter, solo un retrete ( una tabla con un agujero), ni agua corriente, la sacábamos con una cetra de la tinaja. Yo llegué a beber agua con la mano en una acequia pero mi hermana no porque descubrió que un burro estaba bebiendo un poco más arriba. El burro fue el modo de transporte que utilizamos, lo hacíamos por primera vez. ¡Qué horror ¡ decía mi hermana. Más divertido fue dejarnos llevar montadas en el trillo dándole vueltas a la era. Por la noche nos picaba todo el cuerpo de los trocitos de paja que se nos habían pegado y la siesta la dormíamos debajo de un árbol cual Titiro virgiliano.
A pesar de todo eso creo que éramos felices en Almería pero mi hermana mayor seguía con ataques de asma y el médico recomendó a mis padres cambiar a un lugar más seco por si el motivo fuera alergia al puerto marítimo, al mar. Mirando las plazas libres llegó a dudar entre Aranjuez por su proximidad a Madrid, por la universidad y Lorca por su proximidad a Murcia, por la misma razón. Estaba decidido a que sus hijo e hijas hicieran estudios superiores y pudieran trabajar para ser independientes (un adelantado para esos tiempos). La decisión la tomó mi madre. Lorca estaba cerca de la familia. Llegamos en el año 1949 y encontramos un piso en la Plaza de España junto al Ayuntamiento donde mi padre ejercería de Interventor Municipal.
Los primeros años fueron de añoranza de mi querida ciudad de Almería, sus playas, su mar, mis tíos y mis primas. En cuanto llegaba el verano mi padre me montaba en el autobús y mi tío me esperaba en Almería. En una ocasión llegamos sin hacer casi paradas y no me esperaba nadie. No me lo pensé dos veces, me fui hasta la casa de los Soria porque yo sabía que en verano se cambiaban porque la casa de los Soria era más fresca que la suya. Aunque tocaba y tocaba al timbre no me abrían y deduje que estarían en su casa. Estaba bastante lejos, cerca del barrio de pescadores pero no me iba a quedar en la calle. En verano a la hora de la siesta no me encontré a nadie por el camino. Tampoco allí contestó el timbre. ¡ Qué hacer ¡ Volví otra vez a la plaza de Careaga, me senté en el portal y me eché a llorar. Al poco apareció mi tío asustado buscándome. Yo tendría nueve o diez años. Nunca se lo conté a mis padres por si no me dejaban volver más. Al poco tiempo mis tíos se cambiaron de casa, más cerca de la familia y del hospital donde trabajaba él. Recuerdo a sus vecinas del piso bajo que llegaron a ser como de la familia, las titas las llamábamos. Una de ellas, coja de nacimiento, tenía una forma muy curiosa de moverse por la casa, arrastrando una silla. Por entonces yo tenía 8 años, luego 9 y luego 10 hasta que mis padres empezaron a alquilar una casita para todo el verano a la orilla de la playa de la Isla de Mazarrón, aunque él solo venía en agosto y los fines de semana de julio. No recuerdo que nadie me enseñara a nadar. Creo que, como en otras cosas, he sido autodidacta. Por entonces le pasé el testigo de las travesuras a mi hermano.
¿Es posible que a partir de la Primera Comunión cambiara mi comportamiento? Empezaba a arrepentirme de querer más a mi tía que a mi madre y procuraba ayudarla en algunas faenas de la casa, hacerle mandados, llevar asados a un horno cercano, comprar vino en una taberna en los bajos de S. Patricio a la que no quería ir ninguno de mis hermanos por no ver al Tío Tinajas, acompañarla de madrugada a rezar el rosario de la aurora, acompañarla en los actos de misiones, me enseñó a hacer ganchillo, cuidaba de mi hermana pequeña... algo así como una expiación. Supongo que esa experiencia hizo que yo nunca consintiera que nadie le hiciera nada a mis hijos, ni darles de comer, ni cambiarles los pañales, todo se lo hacía yo con la sola excepción de que su padre los llevaba y recogía del colegio ( yo no tenía carné de conducir).