jueves, 30 de julio de 2020

Aquella adolescencia

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                      Me cuenta mi amiga Enma que, durante el confinamiento, quiere deconstruir su adolescencia. Vista desde los muchos años que han pasado, la idea que tiene de su comportamiento en esa época es el de una chica buena (de hecho llegó a ser presidenta de Acción Católica en su parroquia ) estudiante ejemplar y mejor hija.
Deconstrucción no es sinónimo de destrucción. Lo que hace al actuar es emancipar a la realidad de su sentido único. 
       Emma pasó su adolescencia en el Instituto de Enseñanza Media, que era como entonces se llamaba lo que hoy en día es la enseñanza Secundaria.
     Era buena porque en los años cincuenta no se podía ser mala. Salvo para lo estrictamente necesario, en casa de sus padres, no había dinero. El bachillerato empezaba a los diez años con un curso preparatorio a los nueve y terminaba con un examen en el que lo fundamental era conocer las cuatro reglas aritméticas y hacer un dictado sin faltas de ortografía.
    En cuanto al ocio, las salidas estaban limitadas a ir a la misa del domingo por la mañana y al cine de por la tarde. Como extra algún paseo los días de fiesta por el parque.
    Lo de estudiante ejemplar es muy relativo. Comparándose con sus hermanos sí que sacaba buenas notas, pero no era por amor al estudio o deseos de saber sino por no tener otra cosa que hacer. Tampoco era muy lectora. A decir verdad, en su casa no había  más libros de lectura que dos tomos de una enciclopedia Espasa que utilizaba como diccionario. ¿Quizá estudiaba por orgullo? ¿Por presumir de listilla? No, lo hacía porque sabía que a su padre le alegraban las buenas notas y ella lo quería mucho.
   Lo de mejor hija también habría que deconstruirlo pues era la época en la que empezaban a aparecer los pretendientes y tenía que inventarse algunas mentiras para salir: que si iba a casa de una amiga, que si quería oír misa, que si tenía que copiar apuntes...
   En primer curso, con diez años, ya había un niño del curso superior que le quitaba los lazos de las trenzas. ¡ Qué declaración amorosa más inocente ¡ Ante las preguntas de su madre respecto a ese tema siempre decía que los había perdido. Con los años, aquel chico se casó con una compañera de la clase de Emma. En segundo, con once años, había un chico del curso superior que -supone Emma por timidez- solía mandar a sus amigos a decirle a Enma que le gustaba. Pasaba los veranos en Mazarrón donde un chico murciano, vecino, veraneante como ella y un poco mayor  siempre se sentaba a su lado en los corrillos de amigos a la puerta de la casa después de cenar. Al verano siguiente le confesó que había pasado un invierno horrible pensando en ella. De nuevo, obtuvo un no por respuesta.
     En quinto, Emma tuvo un grave problema porque dos apuestos jóvenes la tenían en el punto de mira. Uno de ellos era un ingeniero aeronáutico con la carrera terminada y dispuesto a casarse. ¡Una  bendición para cualquier chica en esa época¡ Pero aunque parecía un buen partido, tenía dos inconvenientes. El primero era que ella tendría que dejar los estudios, cosa que disgustaría sobremanera a su padre, ilusionado en que Emma fuera a la universidad. El segundo era aún mucho peor: presumía continuamente de su carrera. Acabó casándose con otra amiga de Enma, educada en las monjas, de familia adinerada y que no estudiaba. Ya en sexto, el otro joven la esperaba a la salida de clase para acompañarla a casa. Como el galán era católico, apostólico y romano, amén de amigo de los curas, a veces coincidían en misa. Al salir, en primavera, se daban un paseo por el parque. Aunque el chico era de francés, tenía una forma muy graciosa de declararle su amor, escribiéndole en los libros de texto "I love you".
¿Con cuál de los dos se quedaría? Pues con este último, que no presumía de nada. Al llegar el verano iniciaron una relación epistolar que duró bien poco porque el muchacho se fue a seguir los estudios en Madrid adonde a su padre, que era funcionario del Estado, lo habían trasladado. Sufrió un accidente  y dejó de escribirle. Aunque preguntó a sus amigos, solo obtuvo vagas respuestas de que no había quedado bien. Nunca supo más de él.
     A esta lista habría que añadir otra no menos larga de pretendientes ocultos, dentro y fuera del instituto, noticia de la cual Emma se enteró años después por sus compañeras y amigas. Entre ellos, un vecino de sus tías, en el pueblo de sus padres, adonde iban algunos tórridos veranos. 
    Muchas veces Emma se preguntaba qué es lo que ella tenia para atraer de esa manera tan desaforada a los chicos pues ni era guapa, ni tenía buen tipo, ni les daba conversación. Más bien huía de ellos como de la peste. Un enigma de difícil resolución.
     En medio de todas esas tribulaciones apareció un hombre diferente a todos los conocidos con anterioridad, uno que nunca se conformaba con un no, de los que seguía, erre que erre, pensando que en algún momento la conquistaría. Se había propuesto casarse con ella aunque para ello tuviera que bajar a los infiernos y que estaba dispuesto a esperar seis años hasta que Emma terminara sus estudios universitarios. Conforme lo fue conociendo descubrió a un hombre que, aunque tenía pocos recursos económicos, era poseedor de unos valores encomiables. No le interesaba ni el dinero ni la carrera que había terminado -perito industrial, lo que hoy sería ingeniero técnico-, solo tenía ojos para Emma. Empezó a trabajar en la radio local, en el periódico y en la enseñanza. En cambio, le gustaban mucho las asignaturas de Letras, en especial la literatura. Era un empedernido lector. Leía muchos libros que sacaba de la biblioteca. Aunque era física e intelectualmente normal -ni guapo ni feo, ni alto ni bajo, ni listo ni tonto... ¡La aurea mediocritas ¡ Después de seis años se casaron. No sabe, me dice, si encontró al mejor marido pero sí al mejor padre para sus hijos.
    A Enma últimamente le ha dado por leer y escuchar a los filósofos  modernos, de ahí lo de la deconstrucción de Derrida y ha empezado a hacerse preguntas como ¿si tuviera que elegir ahora a un hombre qué le exigiría? Respuesta rápida " Que me quisiera tanto como lo hizo mi marido, dispuesto a dar la vida por su mujer y sus hijos".