DESDE MI BALCÓN (Águilas, octubre de
2020)
Nunca hasta ahora había sentido
la necesidad de describir las vistas de la Playa de Levante de Águilas desde el
balcón de mi habitación, porque un verano
tras otro he podido disfrutarlas. Pero sospecho que la belleza de este paisaje
tiene fecha de caducidad. Un gran solar ubicado entre la orilla del mar y la
urbanización acaba de ser vallado. Cada día entran pesadas máquinas que
perforan el suelo para comprobar la dureza del terreno, antes de iniciar la
edificación de un hotel de varios pisos que me impedirán ver el mar desde mi
balcón. Por eso quiero poner por escrito lo que he venido contemplando durante
los últimos veranos.
Empezaré por el amanecer. Tengo que
decir que duermo con la persiana levantada y que, en cuanto abro los ojos, descorro
las cortinas para recrearme con ese momento tan prodigioso y breve, que es el
paso de la noche al día, la paleta de colores que varían por momentos.
Como estamos en octubre el sol sale cada
vez más tarde y todavía se pueden distinguir las lucecitas que rodean la curva de ballesta (tomándola de
Antonio Machado) que asemeja la bahía.
Algunas rojas y verdes de los semáforos, otras blancas o amarillas de las
farolas y, por encima de todas, la luz intermitente del faro con sus franjas
blancas y negras. Otras lucecitas se mueven por el mar, son las de los barcos
pesqueros que vuelven de faenar durante la noche en alta mar, rodeados de gaviotas, con rumbo
al puerto. A esta hora tan temprana hay un silencio sepulcral porque no han
aparecido aún los gorriones, las palomas, los cormoranes y gaviotas que pululan
por mi barrio.
Desde mi balcón
se ve
Águilas a un
lado, al otro el mar
y allá a mi frente el
castillo de San Juan. (Siempre Espronceda)
La oscuridad da paso a los tonos azulados,
azul cobalto, azul turquesa, azul celeste.
Me hubiera gustado saber pintar para inmortalizar los momentos del alba
con los rosados dedos de la aurora (recuerdo a Homero) que hacen cambiar el color
del mar, del rosa al plateado para terminar en un azul claro como el cielo.
Los primeros corredores hacen su
aparición por el paseo, más tarde los que sacan a pasear a sus perros y
finalmente los estudiantes del instituto de secundaria Alfonso Escámez,
edificado junto a la Aguilica (gran roca en forma de ala de águila), bajo la
altiva mirada de las palmeras que bordean el paseo marítimo. Con sus mochilas a
la espalda, caminan despacio. Pero de pronto estalla el sol, que hace cambiar
todos los colores, el monte del castillo pasa del marrón al ocre y las
montañas, últimas estribaciones béticas, lejanas en el horizonte, pasan de
azuladas a cárdenas. Ahora el mar hace de enorme espejo que refleja los árboles
y las casas, mientras tres barcos de vela
duermen en la bahía. El más alto tiene una lucecita en la parte superior
del mástil que, en las noches de viento, se balancea y hace de señal de aviso
para navegantes. Uno tiene la quilla roja y los otros dos blanca, contribuyendo a
la variedad cromática del conjunto.
En décimas de segundos bandadas de
gorriones invaden los cielos y se aproximan a mi balcón. No llego a entender el
motivo. Vuelan a gran velocidad, arriba y abajo, a derecha y a izquierda, como si buscaran
algo. ¿Un lugar para sus nidos? Algunas veces, al llegar el verano, hemos
tenido que romper pequeños nidos en los rincones de balcones y terrazas.
Curiosamente esta eclosión de pajarillos dura un tiempo limitado. Desaparecen.
Marcharán en busca de otros lugares. Pero a la mañana siguiente se repite el
mismo fenómeno y a la misma hora. ¿El eterno retorno? Y seguirán los pájaros
volando, alguien podrá verlos desde mi balcón, mis nietos, los suyos, unos
inquilinos, nuevos propietarios…………cuando yo ya no esté.