domingo, 25 de octubre de 2020

Desde mi balcón

 

                                                DESDE    MI    BALCÓN                     (Águilas, octubre  de  2020)

              Nunca hasta ahora había sentido la necesidad de describir las vistas de la Playa de Levante de Águilas desde el balcón de mi habitación, porque un verano tras otro he podido disfrutarlas. Pero sospecho que la belleza de este paisaje tiene fecha de caducidad. Un gran solar ubicado entre la orilla del mar y la urbanización acaba de ser vallado. Cada día entran pesadas máquinas que perforan el suelo para comprobar la dureza del terreno, antes de iniciar la edificación de un hotel de varios pisos que me impedirán ver el mar desde mi balcón. Por eso quiero poner por escrito lo que he venido contemplando durante los últimos veranos.

       Empezaré por el amanecer. Tengo que decir que duermo con la persiana levantada y que, en cuanto abro los ojos, descorro las cortinas para recrearme con ese momento tan prodigioso y breve, que es el paso de la noche al día, la paleta de colores que varían por momentos.

      Como estamos en octubre el sol sale cada vez más tarde y todavía se pueden distinguir las lucecitas que  rodean la curva de ballesta (tomándola de Antonio  Machado) que asemeja la bahía. Algunas rojas y verdes de los semáforos, otras blancas o amarillas de las farolas y, por encima de todas, la luz intermitente del faro con sus franjas blancas y negras. Otras lucecitas se mueven por el mar, son las de los barcos pesqueros que vuelven de faenar durante la noche en alta mar, rodeados de gaviotas, con rumbo al puerto. A esta hora tan temprana hay un silencio sepulcral porque no han aparecido aún los gorriones, las palomas, los cormoranes y gaviotas que pululan por mi barrio.

       Desde mi balcón se ve

                                 Águilas a un lado, al otro el mar

                                 y allá a mi frente el castillo de San Juan.        (Siempre  Espronceda)

        La oscuridad da paso a los tonos azulados, azul cobalto, azul turquesa, azul celeste.  Me hubiera gustado saber pintar para inmortalizar los momentos del alba con los rosados dedos de la aurora (recuerdo a Homero) que hacen cambiar el color del mar, del rosa al plateado para terminar en un azul claro como el cielo.

      Los primeros corredores hacen su aparición por el paseo, más tarde los que sacan a pasear a sus perros y finalmente los estudiantes del instituto de secundaria Alfonso Escámez, edificado junto a la Aguilica (gran roca en forma de ala de águila), bajo la altiva mirada de las palmeras que bordean el paseo marítimo. Con sus mochilas a la espalda, caminan despacio. Pero de pronto estalla el sol, que hace cambiar todos los colores, el monte del castillo pasa del marrón al ocre y las montañas, últimas estribaciones béticas, lejanas en el horizonte, pasan de azuladas a cárdenas. Ahora el mar hace de enorme espejo que refleja los árboles y las casas, mientras tres barcos de vela  duermen en la bahía. El más alto tiene una lucecita en la parte superior del mástil que, en las noches de viento, se balancea y hace de señal de aviso para navegantes. Uno tiene la quilla roja y los otros dos blanca, contribuyendo a la variedad cromática del conjunto.

      En décimas de segundos bandadas de gorriones invaden los cielos y se aproximan a mi balcón. No llego a entender el motivo. Vuelan a gran velocidad, arriba y abajo,  a derecha y a izquierda, como si buscaran algo. ¿Un lugar para sus nidos? Algunas veces, al llegar el verano, hemos tenido que romper pequeños nidos en los rincones de balcones y terrazas. Curiosamente esta eclosión de pajarillos dura un tiempo limitado. Desaparecen. Marcharán en busca de otros lugares. Pero a la mañana siguiente se repite el mismo fenómeno y a la misma hora. ¿El eterno retorno? Y seguirán los pájaros volando, alguien podrá verlos desde mi balcón, mis nietos, los suyos, unos inquilinos, nuevos propietarios…………cuando yo ya no esté.