Escapada a Alicante (18 y 19 de marzo de 2023)
Hacía tiempo que yo tenía ganas de pasar un fin de semana con mis hijos y nietos en Alicante para ver la casa de mi nieta Marina y enseñarles los lugares de mi veraneo de adolescente con mis padres y hermanos. Así "mataría dos pájaros de un tiro". Pero ha sido mucho más porque ha coincidido con el día de S. José y hemos celebrado el santo de dos Pepes, el padre, mi hijo y el hijo, mi nieto, amén de que en mi cabeza revoloteaba el recuerdo del abuelo, cómo no, también Pepe, ya desaparecido. Añadimos manu militari, la celebración del cumpleaños de mi nieta Marina, que trabaja y vive en esa ciudad con su pareja, Giuliano, recio calabrés pero de enorme corazón. Para redondear todo ese galimatías familiar, la llegada de la alegre primavera nos adornó con unas suaves gotas de lluvia que se convirtieron al poco tiempo en un ligero aguacero, cosa que no nos desanimó en absoluto. En cuanto dejamos el equipaje en el bonito y céntrico hotel Eurostar Lucentum, nos reunimos con Marina y Giuliano y nos fuimos a buscar algún sitio donde alimentar tanta boca hambrienta.
En tantos años la ciudad levantina ha cambiado tanto que yo estaba ligeramente desorientada. Pero entonces di con el antiguo Estudiohotel de treinta pisos en el que vivió mi hijo Juan durante sus cinco largos y procelosos años de MIR. Aquel gran edificio se convirtió para mí en un auténtico faro de Aljandría ya que se divisa por muchas calles. Los jóvenes no lo necesitaban porque con los GPS de sus móviles se movían sin problemas de acá para allá. Comimos un menú exquisito en un restaurante italiano de nombre Bigoli amenizados por las someras explicaciones del chef Giulano, sabio conocedor, según él mismo nos confesaba, de la gastronomía alicantina. Después de degustar algunos y devorar otros tan suculentas viandas fuimos paseando por la explanada para recordar aquellas tardes de estío en que antaño íbamos a beber la helada horchata de chufa. Pasamos por el monumento a Canalejas, que aún recordaba, como también los centenarios ficus, hasta llegar al acogedor piso de Marina y Giuliano con vistas al puerto marítimo. Ese paisaje correspondía al magnífico cuadro neobarroco tirando a grunge que les traía a Marina y Giulano mi hijo Pepe, pintado por él, probablemente bajo los efectos de alguna extraña droga alucinógena. Mi hija pseudoprimogénita Carmen y mis nueras Rocío y Bernarda disfrutaron como niñas ante la horrenda visión de la obra.
Pronto se hizo la hora del tardeo. Nos sentamos en la concurrida calle Castaños, rebosante de gente noble, incluyendo en tal fauna a los turistas de rancio abolengo y sonrosadas mejillas. Frente a la puerta de una discoteca pedimos unas copas mientras contemplábamos absortos un auténtico desfile de chicas maduritas festejando despedidas de soltera. En sus cabezas lucían algunas de ellas virilmente la causa última de que la pobre Eva fuera condenada a parir con dolor y no estoy hablando precisamente de manzana alguna. Observé que la mayoría de las paseantes vestían de luto riguroso, incluso el portero de la discoteca, negro rematado de piel, vestía de oscuro, imagino que por la moda. Hay que tener en cuenta que era sábado. No recuerdo de qué hablábamos, pero sí que no parábamos de reír a mandíbula batiente. Con esta familia mía y otros animales, como decía Durrell, los viajes son muy divertidos.
Cuando se hizo la hora de cenar nos dirijimos a un restaurante situado frente a nuestro hotel. Lo habíamos elegido para que, una vez terminada la cena, mi yo recatado se fuese a acostar y el resto de la fauna, de copas y discotecas. Ignoro lo que siguió pero por los videos y whatsapps que mandó mi hijo Juan, aunque él, como siempre, se recogió de los primeros, creo que lo pasaron muy bien.
Por la mañana temprano había quedado con mi hijo Pepe, el de la mejora, para hacer el recorrido turístico mientras los demás dormían a pierna suelta porque está visto que tanto la mayor como el menor, a su provecta edad, no aguantan más de un asalto. Nos dirigimos primero a la Plaza del Ayuntamiento para hacer fotografías y recorrer los soportales bajo los que se acumulaban puestos de antigüedades, monedas y libros de un mercadillo dominical. Nos sentamos en la placeta a tomar un caro café que mi hijo Pepe tuvo a bien desembolsar, por algo es uno de mis tres hijos predilectos. En un momento dado vi al fondo la escalinata que subía a la iglesia de Santa María frente a la que estaba la casa en la que yo pasé algunos años de mi concupinscente adolescencia. Se debió activar entonces alguna oculta neurona de mi oxidado disco duro porque de pronto lo recordé todo. Allí seguía la antigua fachada barroca con sus columnas salomónicas. ¡Qué emoción sentí al volver a revivir aquellos felices instantes! Allí estaba yo, como una colegiala de vacaciones, viendo pasar el tiempo. ¡O tempora, o mores! Este último latinajo sé que los de la ESO que lean estas palabras no sabrán ni apreciarlo ni entenderlo. Podéis preguntar a vuestro tio Juan, ya lo buscará él en Google... Hicimos varias instantáneas y nos fuimos a la Calle Mayor en busca de la Concatedral. Pasamos por el museo de los "ninots" y me hice una fotografía entre dos de ellos para darle un poco de caché al pobre museo. Nunca me he visto tan bajita ni ellos tan bien acompañados. Ahora comprendo porqué mi amiga Carmen Griñán nunca militó en la NBA. Después del recorrido incluso tuvimos tiempo de ir a desayunar por segunda vez con la familia más retrasada y no lo digo por su capacidad mental que, aunque oculta, la tienen, sino por su querencia a dañar las almohadas de los hoteles hasta hacer el check-out.
Una vez recogidos los equipajes, tomamos rumbo a la Albufereta con la intención de localizar un piso que compraron mis padres años después de haber veraneado en la ciudad y que finalmente vendieron al hacerse muy mayores. Creo que lo identifiqué al pasar en el coche porque estaba próximo a la playa, entre un bosque de edificios que se construyó años más tarde. Nos detuvimos a tomar unas cervezas en la playa que forma un hermosísimo arco de herradura, de finísima arena y mar azul. Mi hijo Juan se pidió una Mirinda de naranja, creo que para recordar la infancia perdida. Cierto es que es el más sensiblero de los tres, pero aun así, yo lo quiero igual que a los otros dos. Se nos fue haciendo la hora en la que teníamos reservada una mesa en la playa de San Juan, en el afamado Casa Julio, en recuerdo de aquellos domingos en que mi marido y yo íbamos a comer arroz con mi hijo del mismo nombre que la playa. Tras unos entrantes y ensaladas llegaron los deliciosos arroces, uno negro y otro del senyoret, este último porque a mi nieto Pepe, tan ducho en otros menesteres prohibidos, le cuesta pelar las gambas. Para finalizar nos surtieron unos abundantes platos de dulces y helados variados. Todo estaba buenísimo y tan agradable fue la compañía que mi hijo Pepe se fue disimuladamente a fumar, mi hija Carmen no quiso dejarlo solo y mi hijo Juan dijo que se meaba encima y que nos esperaba fuera, así que finalmente, para que mis nietos no tuvieran que quedarse a fregar los platos, opté por pagar yo. Al frisar la tarde llegó el momeno de la despedida y nos comprometimos a repetirlo lo antes posible. Espero que la próxima vez mis hijos mayores hayan dejado de fumar y mi hijo pequeño no sea tan incontinente para que se estiren aunque sea un poquito....