Hace unos días terminé de leer
"No te veré morir", la última novela de Antonio Muñoz Molina, que me
ha inspirado para escribir una historia semejante. Así que he conectado con mis
amigas Pentasilea, Cornelia y Enma con el fin de que me dieran ideas. Ni la primera
ni la segunda me han podido ayudar, pero Enma sí que me ha contado una historia
de amor imposible que tuvo ella cuando era estudiante de secundaria en
Amsterdam, donde con 15 años conoció a un chico con el que mantuvo una gran
amistad. La esperaba a la salida de clase, la acompañaba a su casa, y a veces
quedaban para pasear por las orillas de los canales bajo los frondosos árboles,
que desde el amanecer brillaban al recibir los rayos del sol. Parecían estar
allí desde siempre y para siempre; la naturaleza los acompañaba antes de entrar
a clase. A mi pregunta sobre de qué hablaban responde que no lo recuerda bien
porque ella era algo distraída y él estaba atento a lo cotidiano, a los
estudios.
Me comenta que en una ocasión
él le pidió prestado el libro de gramática griega y se lo devolvió
"iluminado" con algunas frases en inglés como "I LOVE YOU",
siendo él un buen estudiante de francés. ¿Timidez? ¿Originalidad? Nunca lo
sabrá. Me lo describe como un joven educado, cortés con las señoras, a las que
saludaba con un beso en la mano. De aspecto formal, traje con camisa y corbata,
pantalón largo, a pesar de sus dieciséis años ya parecía el abogado en el que
se convertiría tiempo después. Recordando al Marqués de Bradomín que, según
Valle Inclán era "feo, católico y sentimental", este chico era "
guapo, católico y sentimental". Él no se daba cuenta, pero ella sí, de que
no pertenecían a la misma clase social. El padre de él ingeniero, el de ella
funcionario del Estado. Hablaba mucho de su familia, de su padre. Él era el
segundo y único varón entre dos hermanas.
Como los adolescentes de la
época, eran aficionados al cine, aunque fuera sólo los domingos porque el
dinero no abundaba. Les gustaban las comedias románticas de los años 50 del
siglo pasado en programas dobles. Enma salía con sus amigas, pero le guardaba una
butaca a su lado y cuando se separaban bastaba un adiós o un hasta mañana. Su
mundo real era igual que el de las películas. Aún recuerda el frío que hacía en
aquellas salas de cine tan grandes. La vida les sonreía, ignorando lo que les
tenía reservado el destino.
Recuerda Enma que su chico
hizo un viaje al extranjero, a Roma, como buen católico, en la Vespa y con el
sacerdote amigo de la familia que la conducía. De allí le mandó bonitas
postales en color para su colección, del Coliseo y de otros monumentos. Como
regalo, ¿qué objeto más espiritual que un rosario de cristal de roca rosa
bendecido por el papa? Soñaban con hacer juntos un viaje a Brasil cada vez que
cogían un billete que mostraba un gran velero.
Pero llegó un momento en que
la familia se marchó a otra ciudad, no se sabe si por traslado del padre o en
busca de mejores oportunidades para los estudios de los hijos. Lo cierto es que
se abrió un abismo entre los dos jóvenes de consecuencias imprevisibles. Al
principio intercambiaron algunas cartas, hasta que llegó el aciago día en que
el muchacho sufrió un accidente de coche, cuyo terrible impacto lo dejó
incapacitado, sin conocimiento una temporada, o eso es lo que le dijeron unos
amigos a Enma. Ella dejó de escribir a la espera de su recuperación y sus
cartas. Pero eso nunca sucedió. Aquella bonita amistad quedó en suspenso. En
realidad nunca se rompió. Al cabo de un tiempo le llegaron rumores de que había
estudiado Derecho y ejercía de Presidente de la Cámara de Comercio de su
ciudad. Ella estaba convencida de que él se olvidaría antes que ella porque
había leído en algún libro que el que se va es el primero que olvida.
Entre tanto Enma conoció a un
hombre enamorado locamente que, aunque bastante mayor que ella, supo esperarla
a que terminara su carrera universitaria para casarse. Formaron una bonita
familia con unos hijos que les llenaron de felicidad. Dicen que el tiempo
pasa y cura las cosas, pero el tiempo no cura nada. Sí es verdad que para ella
se había ido desdibujando el rostro del amigo. Solo recordaba su voz, esa voz
grave, risueña y entusiasta que se diferenciaba de todas las otras conocidas.
Pasados los años, creyó que se había borrado de su memoria. Y cuando ya pensaba
que jamás se volverían a encontrar, a su marido y a ella los invitaron a una
cena en la que se reunían todas las Cámaras de Comercio del país, y allí estaba
él, aguardando el momento como si estuviera en una sala de espera, dando la
impresión de que quería quedarse a solas con ella, mientras Enma lo estaba
observando. No se lo podía creer, se quedó paralizada. Le parecía que el tiempo
se había detenido. Abrió la boca para decir su nombre, pero no le salía la voz
del cuerpo. Él esperó a que se retiraran todos los invitados para saludarla a
solas. Cuando todos desaparecieron se hizo el temido silencio. Bastó un apretón
de manos y un hola. El apretón de manos era más fuerte de lo que aparentaba,
pero ¡había tal diferencia entre aquel hombre que le estrechaba la mano y el
chico que ella recordaba! Tampoco ella era la niña de la que se despidió con
lágrimas en los ojos. Era la hora de la cena y no se volvieron a encontrar.
Después de muchos años, Enma
conoció a una señora de la ciudad en la que él ejercía su profesión y le
preguntó si le sonaba su apellido. Le contestó que no, pero le sugirió que lo
buscara por internet, y cual no sería su sorpresa cuando se encontró con la
esquela de tres años atrás. Le queda el consuelo de que "no lo ha visto
morir", ni él podrá verla morir a ella.