domingo, 25 de febrero de 2024

Mis padres

                                                                                                                  A mi hermano Felipe...                                     

    Siempre he pensado que el dicho "...a los amigos los elegimos pero los padres nos vienen dados..." es rigurosamente cierto. Por tanto, tal aserto depende mucho de la suerte, la Providencia o lo que creamos con respecto a los padres que nos han tocado. Gracias a ellos, a los estudios superiores y al trabajo que me ha permitido ser independiente (además de otras muchas cosas, como mi marido, mis hijos, mis nietos, mis nueras y hasta mi yerno, aunque ya no lo sea), siempre me he considerado un ser humano privilegiado. Podría seguir añadiendo privilegios no menos importantes: mujer, europea, octogenaria...
    En estas cortas líneas quiero empezar por hablar de mi madre, a la que siempre vi a la sombra de mi padre, dentro de una familia pequeño-burguesa, en la cual sólo tenía que hacer lo que se esperaba de ella: ser buena esposa, buena madre, buena ama de casa, pero poco habladora y poco cariñosa... Me hubiera gustado conocerla en los primeros años de su matrimonio, tal y como la veo en la fotografía de su boda, joven, guapa, graciosa, divertida, piadosa, creativa, sencilla y bondadosa. Seguramente estaba feliz de haber encontrado un hombre bueno, de su mismo pueblo, como marido. Tamaña fortuna no la tuvieron sus hermanas menores, a las que les cogió la bancarrota familiar en plena juventud, perdiendo, por la mala administración de su padre, mi abuelo, casi todos los bienes, viéndose obligadas a hacer lo único que sabían, coser y bordar para sobrevivir tanto ellas como sus padres. Mi abuela decía que todo lo daba por bueno porque, a raíz de aquella desgracia, mi abuelo había vuelto al seno de la Iglesia a salvar su alma. 
    Pero la rueda de la fortuna da muchas vueltas y al cabo de unos pocos años a mi madre le ocurrió la mayor desgracia que le puede pasar a una mujer, perder a su primera hija de cuatro años a causa del sarampión en plena Guerra Civil española, donde todo escaseaba, incluyendo los medicamentos.  Desde entonces cambió su carácter para siempre. Después vinieron cinco hijos de los que sobrevivimos cuatro. He de decir que por ser de pequeñita muy curiosa (a día de hoy lo sigo siendo), en una ocasión descubrí un estuche de marroquinería (todavía lo conservo con mucho cariño) que mi madre guardaba en un armario fuera de la vista de todos, cerrado con llave. No fue hasta que fui bastante mayor cuando mi madre me enseñó el tesoro que guardaba con tanto secreto. Tal tesoro contenía un rizo de los cabellos de mi difunta hermana junto a una fotografía de aquella preciosa niña. A mí me parecía extraño que mis padres nunca hablaban de ella pero ¿para qué?, dirían, si no la conocíamos ninguno. Supongo que pensaban que aumentaría su sufrimiento. A mi madre aquel suceso le debió causar una profunda depresión porque de niños nos cuidaba una interna y una tía, hermana de mi padre, que se vino del pueblo a la capital en la que vivíamos. Sin embargo, ya en mi adolescencia, sentí yo a mi madre mucho más cercana. Aunque mi padre consideraba que sus hijos debíamos estar ignorantes de aquellos tiempos terribles, mi madre nos contaba historias de la Guerra Civil española que escuchábamos ensimismadas...               Respecto a su relación con mi padre, al que adoraba, tengo que reconocer que a veces era cruel con ella al reírse de los garabatos que hacía al escribir. Y es que la pobre poco había visitado el colegio. Mi abuelos maternos vivían largas temporadas en una finca lejos de la ciudad, donde estaban las escuelas, teniendo ella que desplazarse a casa de sus abuelos el tiempo justo de aprender a leer y escribir. Cuando me pongo un juego de pendientes y sortija que me regaló en vida, tengo la sensación de que una parte de ella va conmigo. Me gustan las joyas con historia. Las había comprado, junto con otras, ...a señoras viudas de guerra arruinadas..., nos contaba.
    Como buena mujer de pueblo era muy aficionada a reforzar sus palabras con dichos y refranes. Siempre me resultó impropio el que decía: "el trabajo es virtud pero trabaja tú". Yo aún continúo diciendo que el tiempo está "nublo" en vez de nublado, como ella decía, sabiendo a ciencia cierta que lo digo mal. De su religiosidad recuerdo varias cosas, desde la generosidad con los pobres (teníamos uno fijo al que le guardábamos un plato de comida diaria), pasando por una capillita portátil de una virgen y la asistencia a los rosarios de la aurora (a los que yo, como única madrugadora, la acompañaba) hasta la procesión de entronización del Corazón de Jesús por un sacerdote, que con el hisopo echaba agua bendita por los rincones para espantar a los demonios, cuando nos cambiamos de casa. 
    Por nuestro hogar se podían ver tanto velitas y mariposas (tazas con agua y aceite con una mecha) para las ánimas del purgatorio como la devoción a determinados santos, entre ellos San Pascual Bailón (que avisaba a la hora de la muerte) y S. Judas Tadeo (que ayudaba en las causas difíciles). Para cada uno había una oración particular. Con el tiempo, ambos fueron sustituidos por el beato Fray Leopoldo de Alpandeire. De todas estas devociones mi padre a menudo le recordaba el dicho "reza y no corras". A lo que seguiría "y verás lo que te pasa"... 
    Mi madre fue capaz de grandes sacrificios por ayudar a sus hijos. Entre ellos, el más importante para mí fue el dejar su casa para venirse conmigo a la provincia de Sevilla cuando aprobé las oposiciones, quedándose al cuidado de la casa y de mis hijos mientras yo iba al trabajo. Pero desgraciadamente al segundo año de estar allí murió mi padre. Fueron momentos duros porque mi marido, por causa de su trabajo en Lorca, sólo iba los fines de semana a vernos. Cuando por fin me dieron el traslado, después de dos años, regresamos a nuestra ciudad pero mi madre prefirió irse a su pueblo natal, Cehegín y vivir sola. Aunque tarde, deseaba disfrutar de una libertad que, a lo largo de toda su vida, nunca había tenido. Ahora empiezo a comprenderla. Los hijos íbamos a verla algunos domingos. La atendía una señora de día y otra de noche. La recuerdo silenciosa, incólume, sentada en su mesa de camilla haciendo tapetes de ganchillo, que durante los últimos años fueron un remedio para la artritis que sufría en las manos. Aún conservo algunos de ellos y una pequeña mantita de aplicaciones para el sofá. 
    Tuvo la alegría de ver a uno de sus nietos, el que lleva su nombre, convertido en cirujano, y la de convivir durante un curso con la nieta mayor, que se tenía que desplazar al pueblo vecino de Caravaca de la Cruz porque ejercía allí de profesora de inglés. 
    De todas las fotografías que conservo de mi madre la que más me emociona es una en la que aparece con mi padre, de novios, y en la que luce un lujoso collar de perlas que él le había comprado en la ciudad en la que hizo la mili, ¡oh casualidad!, la misma en la que yo vivo. Ese collar lo conservo como un tesoro. Es su historia, es mi historia... 
    Respecto a mi padre puedo decir con orgullo que era un hombre extraordinario y muy adelantado para su época. Tenía ideas muy modernas, como que las mujeres teníamos que estudiar, trabajar y ser independientes. Además, cuando todos los alumnos estudiaban francés nos hizo matricularnos en inglés, ya que él la consideraba la lengua del futuro. Con tanta fuerza creía en ello que él mismo recibió clases particulares de inglés antes de jubilarse. También recuerdo que, preocupado porque su prole adquiriera cultura, organizó dos viajes con las dos hijas mayores, mi hermana y yo, aún adolescentes, a Madrid para ver el Museo del Prado y a Granada para ver la Alhambra. 
    Nacido en una familia de clase trabajadora (su padre viajaba vendiendo alpargatas de esparto), empezó sus estudios con los franciscanos, con los que terminó el bachiller, aunque tenía que examinarse por libre en la capital. En el pueblo sólo había escuelas. Supongo que los frailes le animarían a estudiar magisterio, carrera corta y barata, siempre por libre. Pero en el primer colegio en el que ejerció la docencia ya se dio cuenta de que la enseñanza no le gustaba y se preparó los programas de Profesor Mercantil, con cuyo título podía optar a oposiciones a la administración pública. Aprobó unas oposiciones de Interventor de Ayuntamiento y entonces estudió Perito Mercantil para ascender en el escalafón. Del pueblo pasó a la capital. Todo esto después de casarse. Tenía dos buenas virtudes, que yo he heredado, una gran memoria y una voluntad inquebrantable. Era muy cariñoso, especialmente conmigo, por dos razones, una por llevar el nombre de su madre, a la que adoraba (fue el mayor de seis hermanos) y otra por llevar el nombre de su primera hija fallecida. Yo procuraba alegrarle la vida de la manera que más le gustaba, sacando muy buenas notas, tanto en el instituto como en la universidad. Él fue quien, estando recién casada y en contra de la opinión de mi marido, me buscó trabajo en la Escuela de Maestría de mi localidad. Además, estando yo trabajando y con tres hijos, cuando salió una plaza de numeraria en el instituto en el que había empezado a dar clase al mismo tiempo, en contra de mi voluntad, él me obligó a presentarme. Le daba igual que me quejara. Siempre confió en mí  y me acompañó a Madrid donde tenían lugar los exámenes por si me arrepentía y me volvía a casa. Aprobé, aunque no pude coger la plaza deseada, teniendo que desplazarme a muchos kilómetros, en principio sola, con mis hijos. Pero fue entonces cuando mi padre convenció a mi madre para venirse conmigo hasta que pudiera pedir en el concurso de traslados. Era para dos años. Desgraciadamente, él sólo pudo estar uno porque sufrió una grave enfermedad y murió cogido a mis manos después de una complicada operación. 
    La religiosidad de mi padre era muy distinta de la de mi madre. La idea principal era ayudar al prójimo, empezando por sus hermanas, que siempre lo quisieron como a un padre. A una le ayudó a comprar un piso, a otra le ayudó a que sus hijos estudiaran y a la pequeña se la llevó a vivir con nosotros a la capital donde tomó clases de mecanografía para entrar, tras unas pruebas, en la Diputación Provincial. Allí estuvo trabajando hasta su jubilación. Otro rasgo de religiosidad lo recuerdo de  los veranos en la Isla de Mazarrón en donde nos hacía recorrer varios kilómetros para oír misa los domingos. Hasta que se reunió con algunos vecinos y recogieron dinero para construir una capilla, que hasta hace poco estaba en uso. 
    Es de justicia reconocer que a sus cuatro hijos nos dio carrera universitaria y estudiamos en residencias, para lo cual recurrió al pluriempleo, dejándose la piel trabajando. 
Y esta es, a grandes rasgos, la historia de mis padres, a los que adoré y sigo recordando cada día de mi existencia con todo el cariño del mundo,,,